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El discurso sobre la mujer y su emancipación en Manuel González Prada:
entre romanticismo, positivismo y anarquismo

Joël DELHOM
Université de Bretagne-Sud, Lorient

Publicado en:
Perversas y divinas. La representación de la mujer en las literaturas hispánicas: el fin de siglo pasado y/o el fin de milenio actual, Carme Riera, Meri Torras e Isabel Clúa (eds.), t. 1, Caracas-Valencia, Ediciones Ex Cultura, 2002, p. 183-190.

Como en muchos pensadores liberales o radicales de la época, el interés del intelectual peruano M. González Prada (1844-1918) por la condición de la mujer está vinculado con su feroz anticatolicismo, un determinante ideológico que es también una reacción a la excesiva devoción de su familia señalada por su esposa (Ad. González Prada 1947:155). Lo demuestra el título de su ensayo más interesante sobre el tema, el discurso “Las esclavas de la Iglesia” pronunciado el 25 de septiembre de 1904 en la logia masónica Stella d’Italia de Lima y publicado cuatro años después en el libro Horas de lucha (González Prada 1976:235-246). El escritor recalca el proselitismo religioso de las mujeres en los hogares, a pesar de que las instituciones católicas las rebajan moral y socialmente, generando en ellas desprecio y culpabilidad para rematar su alienación. Como educan a los hijos, las madres transmiten sus creencias y perpetúan así la sumisión aunque los padres descreídos intenten oponerse. Sin embargo, González Prada echa tanto la culpa del auge clerical de los años 1895-1905 a la hipocresía de los liberales peruanos, satisfechos con la subordinación doméstica y social de la mujer, como al activismo católico de los conservadores. El polemista denuncia el carácter intelectual y físicamente perjudicial y discriminatorio de la educación reservada a las jóvenes por las congregaciones religiosas (instrucción irracional, superficial; carencias alimenticias, encierro). En otro ensayo titulado “Instrucción católica” y publicado en su primer libro, Pájinas libres (1894), González Prada explica que las monjas, por no tener experiencia del amor, no están capacitadas para preparar a las adolescentes a su futuro papel de esposas y madres, una función social que atribuye a la mujer sin discutirla jamás. Rechaza también el internado para los muchachos como una forma de segregación sexual que redunda en desconocimiento mutuo de hombres y mujeres, luego en hostilidad y desprecio, cuando no en homosexualidad. Concluye aduciendo que la escuela católica resulta inmoral porque fomenta la discordia en el matrimonio al moldear tiranos misóginos y libertinos. El objetivo principal de las congregaciones docentes es, según el autor, doblegar la voluntad de los jóvenes hasta convertirlos en seres sumisos al clero. Podemos comprobar que los temas de la educación, de la religión y de la mujer están estrechamente unidos en el pensamiento del intelectual peruano, como es habitual en el discurso anarquista de la época con el que se relaciona una gran parte de su obra ensayística y periodística. Sin embargo, en este trabajo, nos centraremos en su concepción de la mujer y de la pareja para tratar de evidenciar cómo se sitúa en la confluencia de varias corrientes ideológicas que se complementan o se neutralizan, produciendo a veces contradicciones en el discurso.

Como ácrata, González Prada no espera que las instituciones liberen a la mujer; en cambio, cree en las virtudes del individuo, del amor y de la solidaridad, cuya elemental incubadora es la célula familiar. Desde un enfoque ampliamente compartido, la familia constituye el primer grado de la vida social en el que se forma al ciudadano, de modo que la conducta del individuo en su hogar condiciona la que ha de tener más tarde en el marco general de la sociedad. Así, pues, el autor considera que la lucha debe empezar en la misma casa y enfatiza de forma patriarcal el papel fundamental del varón aseverando que […] la mujer católica se emancipará solamente por la acción enérgica del hombre” (1976:240). La energía del ejemplo personal es precisamente lo que no encuentra el autor en los liberales peruanos (241), los cuales no aprovechan la ventaja que les proporciona el amor y se olvidan del anticlericalismo en el ámbito privado:

Como la mujer amante quiere ser dominada y poseída, el hombre amado adquiere una irresistible fuerza de absorción: puede reinar con la ternura y la verdad, en oposición al sacerdote que domina por el miedo y el error. Así, pues, el marido que en algunos años de vida estrecha con la esposa no logró convertirla, dominarla ni absorberla en corazón y cerebro, poseyó el incentivo carnal para seducir y fascinar a la hembra, no tuvo la elevación varonil para levantar y redimir a la mujer. (242)

Sería inexacto, sin embargo, inferir de esas ideas machistas de posesión y dominación que González Prada reduce la mujer a la pasividad. Aunque parece contradictorio con la cita anterior, aplica también a la desigualdad entre los géneros el principio fundamental del socialismo revolucionario que, en otros escritos, recomienda a los demás grupos sociales dominados y explotados (indígenas, obreros): la acción directa por el reconocimiento de los derechos. Afirma que la mujer no conseguirá emanciparse sino enfrentando con valor los prejuicios sociales e incluso transgrediendo la legalidad:

La felicidad no se aguarda del cielo ni se mendiga de otros; se persigue por sí mismo, se conquista con sus propios esfuerzos. Violando leyes canónicas y civiles, arrostrando preocupaciones burguesas, constituyendo un hogar libre cuando el hogar católico encierra oprobio, desesperación y muerte, la mujer realiza tres obras igualmente laudables: busca la felicidad donde piensa encontrarla, enseña el camino a las víctimas de ánimo débil y ofrece un alto ejemplo de moralidad. (245)

El ensayista defiende vigorosamente la emancipación de las mujeres, describiendo su condición con palabras tan fuertes como la de “esclavitud”; muestra cómo convergen el Estado y la Iglesia a fin de mantener a la esposa bajo el yugo del marido; destaca el papel que la prohibición legal del divorcio le atribuye a la institución matrimonial, como ejemplo de sumisión de los poderes civiles a la moral católica:

¿Puede hoy llamarse emancipada la mujer de los estados oficialmente católicos? En ellos sufre una esclavitud canónica y civil. Al estatuir la indisolubilidad del matrimonio, al condenar las más legítimas de las causas que justifican la nulidad del vínculo, al no admitir esa nulidad sino en casos muy reducidos y bajo condiciones onerosas, tardías y hasta insuperables, la Iglesia Católica fomenta y sanciona la esclavitud femenina. Arrebata a la mujer una de sus pocas armas para sacudir la tiranía del hombre […]. (237-238)

Además de aludir a los factores económicos que producen desigualdades entre las mujeres frente a la ley, el escritor subraya el fundamento patriarcal de la legislación peruana que descalifica a la esposa como persona autónoma:

Aquí poseemos códigos donde se restringe la capacidad jurídica de las mujeres, sin disminuir la responsabilidad en la consumación de delitos [...]. Al ocuparse del matrimonio, nuestro Código Civil es un Derecho canónico, sancionado por el Congreso. [...]

[...] un artículo de ese mismo Código, al hablar de la patria potestad, iguala a la mujer casada con
los menores, los esclavos y los incapaces. ([Art.] 28) No se requiere mucho análisis para cerciorarse de que en todas esas leyes superviven rezagos de épocas bárbaras, en que la hembra figuraba como una propiedad del macho. (1976:238)

Al juzgar que “[…] en Estados Unidos y las naciones reformadas de Europa las mujeres brillan por su ilustración y carácter” (236), González Prada hace claramente recaer en el catolicismo la principal responsabilidad de la opresión patriarcal sufrida por la mujer en el mundo latino.

Después de estas afirmaciones de un liberalismo muy radical no deja de sorprender que el ensayista comparta con el socialista utópico P.-J. Proudhon la idea de tinte muy conservador de que la sociedad se está convirtiendo en una “pornocracia” (Proudhon 1939) dominada por las cortesanas y que juzgue que ni la moral privada ni la pública deben acomodarse con el avasallamiento de los sentidos. Sin embargo, proclama la necesidad de luchar contra la excesiva influencia femenina que, según cree, termina despojando el hombre de su carácter varonil:Ella es el adversario social y doméstico: en el hogar, tuerce las sanas inclinaciones del niño y afemina o degrada el espíritu del hombre; en la sociedad, sirve de biombo al sacerdote […]” (González Prada 1941:54). Pero, al revés de Proudhon, González Prada no lamenta la supuesta desaparición paulatina de la familia patriarcal, modelo que considera bárbaro puesto que ningún determinismo físico prueba la inferioridad de la mujer:

El menosprecio a la mujer y la creencia en la superioridad del hombre, han echado tantas raíces en el ánimo de las gentes amamantadas por la Iglesia que muchos católicos miran en su esposa, no un igual sino la primera en la servidumbre, a no ser una máquina de placeres, un utensilio doméstico. Semejante creencia en la misión social de un sexo denuncia el envilecimiento del otro. La elevación moral de un hombre se mide por el concepto que se forma de la mujer: para el ignorante y brutal no pasa de ser una hembra, para el culto y pensador es un cerebro y un corazón. (1976:239)

No cree tampoco que la menor vigencia del patriarcado sea la consecuencia de la emancipación de la mujer, como lo afirma el misógino Proudhon. González Prada lo explica por los efectos perversos de la educación católica que promueve la separación y la arbitraria jerarquización de los sexos. Al fomentar la ignorancia de la mujer – con la complicidad hipócrita del hombre que así intenta perpetuar su dominación –, la Iglesia católica confiere a la sexualidad un papel desproporcionado en la relación de la pareja. Según el escritor, a la dominación oficial del varón en la sociedad, la mujer opone su propio dominio clandestino en la intimidad, usando y abusando de su arma natural: la sensualidad. Siendo así, lo que debería constituir una armoniosa unión entre iguales, se reduce a una lucha por el poder familiar. Paradójicamente, la Iglesia se vale de la “[...] voluptuosidad femenina para desvigorizar al hombre, adormecerle y remacharle la cadena” (1976:242), o sea para controlar los hogares, como lo afirma también González Prada en “Instrucción católica”: “Desgraciadamente, el dominio de la mujer peruana sobre el hombre es un doble dominio de harén y sacristía: el clérigo detiene a la mujer por el fanatismo, la mujer detiene al hombre por el sexo” (74). Con una sinceridad que denota la experiencia vivida personalmente, González Prada describe, en la cuarta nota marginal del ensayo “Madame Ackermann”, la amarga soledad del hombre cuando no goza del apoyo de la mujer, es decir cuando el hogar no constituye el espacio privilegiado de una auténtica cooperación entre los dos géneros y se convierte en el campo de su enfrentamiento, a imagen del resto de la sociedad, por intromisión del clero:

Regularmente, el hombre dado al cultivo de las letras, artes o ciencias vive en la soledad del espíritu, entabla un monólogo sombrío y está sin aliado ni amigo en los combates del alma, que son, a fe, los más recios y sangrientos, aunque los menos visibles y ruidosos. La mujer, espectadora de este drama en que debía de ser actriz y actriz principal, pues le tocaba el papel de confidente y redentor, nada o muy poco trasluce de lo que ante sus ojos pasa [...]. La mujer cristiana y creyente a pie juntillas, si no ve un enemigo temible en un esposo librepensador y despreocupado, guarda para con él una reserva estudiada y glacial, temiendo las expansiones íntimas con el confesor, es decir, con la tercera persona que constituye la trinidad del matrimonio cristiano [...]. El hombre, pues, se ve constreñido a callar, a disimular o encerrarse en la tumba de sí mismo [...]. (1937:137-138)

Es interesante subrayar la misión redentora que González Prada le asigna aquí a la mujer. Su pensamiento positivista y anarquista, que a nivel de principios defiende la igualdad de los individuos sin consideraciones de género, no ha abandonado la idealización romántica de la esposa como “ángel del hogar”. El ensayista valora las cualidades que él define como femeninas y juzga que la mujer puede contribuir al progreso social, siempre y cuando se establezcan relaciones de igualdad y complementariedad entre los dos géneros:

Aquí, donde el hombre se distingue por la debilidad de carácter, donde la fortaleza de ánimo parece concentrada en el sexo femenino, la sociedad verificaría una evolución saludable si la mujer no empleara como único medio de dominación los atractivos sensuales. (1976:74)

Para lograr ese equilibrio de mutua comprensión, González Prada confía en una educación conforme a la racionalidad científica y basada en el respeto de la libertad individual. Su modelo institucional lo encuentra en la enseñanza pública, laica, obligatoria y gratuita de la Tercera República francesa, pero aboga además por una pedagogía mixta (chicos y chicas reunidos) que tenga como objetivo el desarrollo de la personalidad propia, de la capacidad crítica, de la autonomía, así como del cuerpo del alumno según el lema clásico mens sana in corpore sano. Globalmente, coincide con los principios enunciados desde 1882 por los pensadores libertarios Pierre Kropotkine, Elisée Reclus, Louise Michel, Jean Grave y otros más en su programa del Comité por la Enseñanza Anarquista (Kropotkine 1976:200-201). Según González Prada, ese tipo de educación permitiría potenciar las facultades complementarias que el ensayista, siguiendo al fundador del positivismo A. Comte, atribuye de manera específica pero no exclusiva a cada sexo: sociabilidad y sentimiento para la mujer, “la parte sensible de la humanidad”; razón para el hombre, “la parte pensadora”.

Indudablemente, González Prada no se libra de la dicotomía convencional cerebro / corazón, pero no la utiliza para justificar un condescendiente machismo tutelar. Al contrario, quiere mostrar cómo esa dicotomía es el resultado de la herencia cultural católica de las sociedades latinas finiseculares, la cual ha apartado a los hombres de la expresión de sentimientos afectivos y a las mujeres del estudio de las ciencias. Aunque influido por los prejuicios sexistas del positivismo francés y los arquetipos idealistas del romanticismo, su pensamiento invierte la jerarquía tradicional, valorando aquellas cualidades supuestamente femeninas – las del corazón –, cuyos efectos juzga más profundos y benéficos para la sociedad. Considera que la autoridad y el poder varoniles exhibidos públicamente son mucho más ficticios y superficiales que la influencia subterránea ejercida a diario por la mujer en la intimidad:

En tanto que los políticos se jactan de monopolizar la dirección del mundo, las mujeres guían la marcha de la Humanidad. La fuerza motriz, el gran propulsor de las sociedades, no funciona bulliciosamente en la plaza ni en el club revolucionario: trabaja silenciosamente en el hogar. (1976:241)

Así reconoce el autor en la mujer el genuino elemento civilizador de la humanidad y le confiere el romántico objetivo de redimir al hombre: “Los sacerdotes, y con ellos todos los preconizadores del internado, olvidan que el hombre no se civilizó en la tienda de campaña, en el cuartel, en el claustro ni en la escuela, sino en el hogar, bajo la dulce influencia de la mujer” (1976:80). Comprobamos, de paso, cómo la cuestión de los géneros se articula también sobre la problemática fundamental civilización vs barbarie, que tanto impregna la ideología de la época. Aquí, civilizar es educar convenientemente y los interrogantes que plantea González Prada son: ¿quién educa y cómo se educa? Para nuestro escritor, la superioridad de la mujer radica en su particular sensibilidad: la madre logra educar porque alcanza el corazón del niño, mientras el padre sólo puede instruir al dirigirse al cerebro. En consecuencia, el concepto de civilización no se reduce para González Prada a la pura racionalidad aplicada al comportamiento o la organización social, sino más bien a su regulación por el sentimiento y viceversa, lo que constituye una postura más romántica que positivista. Como el niño se acoge naturalmente al amor antes que a la razón, el ensayista sugiere que la ausencia de cooperación entre el padre y la madre conduce al fracaso educativo o, en otros términos, a la barbarie:

La madre arrasa con el sentimiento lo que el padre intenta edificar con la Razón. Las creencias infundidas por el cariño maternal llegan a un sitio del alma donde más tarde no alcanzan las lecciones trasvasadas con el rigor del pedante. La mujer no sólo nos forma con la carne de su carne y la sangre de su sangre, no sólo nos nutre a sus pechos y nos conforta en su regazo, sino también nos impregna de sus sufrimientos, nos trasfunde sus ideas, […] nos modela a su imagen y semejanza. Si llevamos el nombre de nuestro padre, representamos la hechura moral de nuestra madre. (1976:241)

En esta cita el sentimiento se relaciona con la moral, lo que evidencia el profundo trasfondo ético del concepto de civilización de González Prada, que podríamos definir como una bondad racional.

La complicidad intelectual, la armonía sentimental y la consonancia sexual de la pareja ideal “gonzalezpradense” exigen a la vez una relación en pie de igualdad y un perfecto equilibrio entre amor y razón. No obstante, la pasión amorosa, desatendida por Proudhon y rechazada por la moral tanto católica como positivista, es por el contrario considerada como un sentimiento virtuoso esencial para la dinámica de las relaciones humanas, tanto al nivel nuclear del hogar como allende de la sociedad. Por eso González Prada preconiza el amor como instrumento para la emancipación de la mujer. Como lo hicieron siempre los anarquistas, el escritor invierte el orden tradicional de los valores insistiendo en la moralidad de la pasión que vuelve legítimos el divorcio y la unión libre, frente a lo que llama la “prostitución legal del matrimonio” (1976:240):

Me dirijo a personas emancipadas, y no temo llamar las cosas por sus verdaderos nombres: meretrices son las esposas que sin amor se entregan al marido, espúreos son los hijos engendrados entre una pendencia y un ronquido; honradas son las adúlteras que públicamente abandonan al esposo aborrecible y constituyen nueva familia santificada por el amor, legítimos y nobles son los espúreos concebidos en el arrebato de la pasión o en la serena ternura de un cariño generoso. [...] Donde laica y libremente se unen dos organismos sanos y jóvenes, refunfuña el gazmoño, pero sonríe la Tierra. El matrimonio de una moza con un viejo, de una persona lozana y robusta con otra enferma y enclenque, de la impotencia y la muerte con la fecundidad y la vida, he aquí los delitos imperdonables y vergonzosos, porque significan desperdicio de fuerzas creadoras, fraude en el amor, robo a la Naturaleza. (245-246)

Si admite la moralidad de la sexualidad como exigencia biológica natural, en cambio notamos que González Prada no se pronuncia explícitamente sobre su licitud como fuente de placer aparte de la finalidad de procreación. El eco de las teorías eugenésicas en el pensamiento del autor se escucha en la última parte de la cita, pero no da lugar a un discurso de tipo neomaltusiano de defensa del control de la concepción por la mujer, ni tampoco en favor de su educación sexual. Junto a un paganismo influenciado por la ética natural y laica del filósofo francés muy apreciado en los círculos libertarios M.-J. Guyau (Guyau 1903), resalta sobre todo la herencia romántica en el positivismo de González Prada, quien idealiza e intelectualiza las relaciones amorosas, dando prioridad a la finalidad ética sobre la unión física. Lo importante del amor, para él, es que dos individuos pueden acceder a la sabiduría gracias al apoyo mutuo, un concepto desarrollado por el teórico anarquista P. Kropotkine (Kropotkine 1938): “Lo más dulce de la unión amorosa no reside en el contacto de dos epidermis ni en la simultaneidad de dos espasmos: está en la vibración unísona de dos corazones, en el vuelo armonioso de dos inteligencias hacia la verdad y el bien” (González Prada 1976:241-242).

En su ideal, la razón parece ser preeminente y más fuerte que el sentimiento, al revés de la realidad analizada anteriormente, lo que demuestra una tensión contradictoria en su pensamiento entre positivismo y romanticismo. Dice por ejemplo de la relación entre la señora de Ackermann y su marido: “Había entre ambos esposos el lazo a menudo frágil del corazón y la férrea cadena del pensamiento”, o en la página siguiente: “[...] es el verdadero amor humano que piensa, compara, juzga, raciocina y se estudia a sí mismo; un viaje de dos almas hacia la luz [...]” (1937:132-133). Resulta evidente la distancia entre el libertinaje promovido por algunos socialistas utópicos (rehabilitación de los goces carnales por los seguidores de Saint-Simon, “mariposeo” de los partidarios de Fourier) y las perspectivas nada sensualistas de González Prada. Pero, al revés del moralista sexista Proudhon, quien sacralizaba la familia, el matrimonio, el patriarcado arcaico y para el cual la mujer estaba naturalmente determinada a ejercer el papel de auxiliar doméstico, González Prada, por su ideología revolucionaria, entiende que las pautas tradicionales tienen que cambiar de forma radical y proclama: “No aceptamos los tradicionales derechos del pater familias.” (González Prada 1976:244). Además de su fe positivista en el progreso de la humanidad, le animan en esa esperanza de transformación lo que viene observando en los países anglosajones:

En las naciones protestantes se realiza tan seguramente la ascensión femenina que ya se prevé la completa emancipación. Sancionada la igualdad de ambos sexos, se concibe que algún día la mujer adquiera el dominio absoluto de su persona y divida con el hombre la dirección política del mundo. (1976:239)

En su obra, Manuel González Prada alaba particularmente a dos mujeres emancipadas que, según él, realizaron la ideal alianza del sentimiento y de la inteligencia. Sobre la poetisa Louise Victoire Choquet (1813-1890), entonces más conocida como “Madame Ackermann” y a la cual dedica un ensayo, apunta:

Fuerte de ánimo por haber avanzado más allá del punto donde retroceden muchos hombres, tierna con la ternura de los corazones escogidos por haber consagrado lo mejor de su vida al culto de un recuerdo [el de su difunto marido], Madame Ackermann armoniza en su persona los elementos más discordantes, formando un mixto de facultades masculinas y sentimientos femeninos. (1937:126)

Y escribe en un artículo consagrado a la anarquista Louise Michel (1830-1905), quien luchó en la Commune de París y fue deportada a Nueva Caledonia:

En resumen, Luisa Michel nos ofrece el tipo de la mujer batalladora y revolucionaria, sobrepuesta a los instintos del sexo y a las supersticiones de la religión. Practicando el generoso precepto de vivir para los demás, no es una supermujer a lo Nietzsche, sino la mujer fuerte, conforme a la Biblia de la Humanidad. (1940:143)

Ambas idealizaciones femeninas, como expresiones de puro racionalismo generoso totalmente desprovistas de sensualidad, responden perfectamente a nuestra definición de la civilización para el autor.

Podríamos resumir la tesis de González Prada como sigue: el hombre se muestra más proclive al ejercicio de la fuerza que a las demostraciones de cariño y la mujer le puede infundir aquella sensibilidad de la que fue despojado el varón por la violencia de la sociedad patriarcal. Para el bien de la humanidad, la mujer ha de ayudar al hombre a recobrar su integridad sentimental. Pero será imposible si éste no contribuye primero a vencer la alienación religiosa y social de aquella. Este pensamiento constituye una aplicación a la cuestión de los géneros de la filosofía del apoyo mutuo, desarrollada por la corriente anarquista en oposición a las ideas darvinianas de lucha por la dominación que concluyen, según el ensayista, en una oposición socialmente desastrosa entre la mujer y su compañero. También se aparta totalmente González Prada de Comte y de Proudhon, quienes teorizan la superioridad del hombre sobre la mujer y la necesaria relegación de la última al ámbito doméstico. En este aspecto, cuando denuncia la sujeción de la mujer católica, el ensayista se aproxima al feminismo del positivista J. Stuart Mill (Stuart Mill 1992); pero González Prada no cree como el filósofo inglés en las virtudes emancipadoras de las legislaciones mientras no se verifique una profunda evolución moral en los individuos y no comparte tampoco su neomaltusianismo. Entre positivismo y romanticismo, su pensamiento no logra una total coherencia, de la misma forma que se notan rasgos machistas a pesar de la firme condena del patriarcado. Su anarquismo incide principalmente en el aspecto ético y conserva un carácter bastante puritano. No modifica el modelo familiar tradicional respecto a la separación sexista de las funciones sociales y rechaza la licencia sexual. Sorprende, por otra parte, que González Prada no haya mencionado nunca en su obra a Flora Tristán, un modelo de mujer emancipada estrechamente vinculado con el Perú. Resulta difícil de explicarlo. A pesar de sus limitaciones, el alegato del ensayista a favor de la emancipación femenina forma parte de un generoso y fraternal llamamiento a la regeneración del ser humano para que acabe ya con injusticias y desigualdades. Pertenece plenamente a su proyecto utópico ácrata. Sería interesante estudiar la importancia que tuvo ese discurso para los progresistas peruanos, tanto mujeres como hombres, junto al protagonismo de escritoras de la misma época como Carolina Freyre de Jaimes, Mercedes Cabello de Carbonera, Dora Mayer o Clorinda Matto de Turner en el lento proceso de afirmación de la mujer como sujeto de transformación social (Arango-Keeth 2000).

Referencias bibliográficas
INDEX ÁLVAREZ JUNCO, José (1991) La ideología política del anarquismo español (1868-1910), Madrid: Siglo XXI, 2ª ed.
ARANGO-KEETH, Fanny (2000) "Del ángel del hogar a la obrera del pensamiento: construcción de la identidad socio-histórica y literaria de la escritora peruana del siglo diecinueve", ponencia presentada en el Segundo Simposio Internacional "La mujer en la historia de América Latina", Lima, 20/10/2000, y publicado en noviembre 2000 en la página web del Centro de Estudios sobre la Mujer en la Historia de América Latina (CEMHAL), Lima (http://www.rcp.net.pe/Cemhal/).
GONZÁLEZ PRADA, Adriana [de Verneuil] de (1947) Mi Manuel, Lima: Cultura Antártica.
GONZÁLEZ PRADA, Manuel (1937) Nuevas páginas libres, Santiago de Chile: Ercilla.
GONZÁLEZ PRADA, Manuel (1939) Propaganda y ataque, Buenos Aires: Imán.
GONZÁLEZ PRADA, Manuel (1940) Anarquía, Santiago de Chile: Ercilla.
GONZÁLEZ PRADA, Manuel (1941) Prosa menuda, Buenos Aires: Imán.
GONZÁLEZ PRADA, Manuel (1976) Páginas libres. Horas de lucha, [Caracas]: Ayacucho.
GUYAU, Marie-Jean (1903) Esquisse d'une morale sans obligation ni sanction, Paris: F. Alcan.
KROPOTKINE, Pierre (1938) L'Entr'aide : un facteur d'évolution, Paris: A. Costes, 2e éd.
KROPOTKINE, Pierre (1976) Œuvres, Paris: Maspero (Petite Collection Maspero).
NASH, Mary (1995) “La reforma sexual en el anarquismo español”, en El anarquismo español y sus tradiciones culturales, Bert Hofmann, Pere Joan i Tous, Manfred Tietz (ed.), Frankfurt-Madrid: Vervuert-Iberoamericana, p. 281-296.
PROUDHON, Pierre-Joseph (1939) La Pornocratie ou les femmes dans les temps modernes, Paris: Marcel Rivière et Cie.
STUART MILL, John (1992) De l'assujettissement des femmes, Paris: Avatar.


El autor quiere agradecer a la profesora Dianna Niebylski sus pertinentes comentarios.
Ver el ensayo “Instrucción católica” (1976:72-80), así como los artículos “Sesenta por ciento”, “Crónica salesiana” (1941:20, 71-72) y “La educación de los Jesuitas” (1939:85).
Álvarez Junco ha destacado el carácter marcadamente anticlerical de la propaganda anarquista en el terreno de la enseñanza y ha notado que el tema feminista y el tema anticlerical son frecuentemente confundidos. González Prada expresa también la crítica, recurrente en los escritos anarquistas, según la cual el catecismo y la coquetería no capacitan a las mujeres para su tarea de educación de los hijos (Álvarez Junco 1991:213, 284-285).
Ver además los ensayos “Propaganda y ataque” (1976:102-103), “Librepensamiento de acción” (221-227), “Nuestros liberales” (269-276).
“Discurso en el Teatro Olimpo” (González Prada 1976:29); véase también “Las esclavas de la Iglesia” (241) y “Mme Ackermann” (1937:125-126).
González Prada lamenta la pérdida de una sensibilidad que, según cree, aproximaba a hombres y mujeres en tiempos remotos: “Los héroes de los antiguos tiempos lloraban como niños y mujeres; los hombres de hoy no sabemos, no queremos llorar, y cuando sentimos que las lágrimas pugnan por subir a nuestros ojos, realizamos un supremo esfuerzo para detenerlas en lo íntimo del corazón”, “Discurso en el entierro de Luis Márquez” (1976:34).
En este sentido, la Iglesia es factor de barbarie porque fomenta la discordia.
Mary Nash afirma que “El discurso anarquista en torno a la reforma sexual [años 1920 y 1930] pretendió ser subversivo y contracultural en el sentido de que cuestionaba las bases del discurso oficial tradicional. Ofreció una visión alternativa al sistema de valores morales y al código de comportamiento sexual postulados por la ideología hegemónica, implantados mediante mecanismos de control social que regulaban la sexualidad e impedían su discusión pública.” (Nash 1995:283).
También en “Por San José”: “Ante la suprema ley de la vida, el adulterio de una moza con un mozo es más digno de aplauso que la fidelidad a un Matusalén decrépito y repugnante.” (1941:25).
Así se opone también, en nombre de la libertad del individuo, a la autoridad tiránica ejercida sobre los menores: En el matrimonio verdaderamente humano, no hay un jefe absoluto, sino dos socios con iguales derechos, no hay un déspota sino el hermano mayor de sus hijos. [...] Se trata de emanar una atmósfera de bondad y justicia, no recurriendo a la intimación despótica sino a las insinuaciones fraternales, no invocando la autoridad sino aduciendo la prueba.” (1976:243). Los anarquistas analizan la familia tradicional como una institución basada en la propiedad y la autoridad jerarquizada (Álvarez Junco 1991:289-291).
“Los hombres debemos convenir en que todas las resoluciones y tentativas de caminar hacia adelante resultan vanas o inútiles si con nosotros no marchan de buena fe las mujeres”, “Cuidado con ellas” (1941:54), y también “Los animales se unen momentáneamente, los dos sexos humanos deben aliarse para engrandecerse y perfeccionarse”, “Las esclavas de la Iglesia” (1976:242).

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