Las necesidades de lujo

1

El hombre no es un ser que pueda vivir exclusivamente para comer, beber y dormir. Satisfechas las exigencias materiales, se presentarán con más ardor las necesidades a las cuales puede atribuirseles un carácter artístico. Tantos individuos equivalen a otros tantos deseos, los cuales son más variados cuanto más civilizada está la sociedad y más desarrollado el individuo.

Hoy mismo se ven hombres y mujeres que se privan de lo necesario por adquirir cualquier fruslería o proporcionarse un placer, un goce intelectual o material. Un cristiano, un asceta, pueden reprobar esos deseos de lujo, pero, en realidad tales fruslerías son precisamente lo que rompe la monotonía de la existencia y la hace agradable.

En el presente, cuando a centenares de miles de seres humanos les falta pan, carbón, ropa y casa, el lujo constituye un crimen: para satisfacerlo, es necesario que el hijo del trabajador carezca de pan. Pero en una sociedad donde nadie padezca hambre, serán más vivas las necesidades de lo que hoy llamamos lujo. Y como no pueden ni deben asemejarse todos los hombres, habrá siempre, y es de desear que los haya, hombres y mujeres cuyas necesidades sean superiores.

No todo el mundo puede tener necesidad de un telescopio, pues aun cuando la instrucción fuese general, hay personas que prefieren los estudios microscópicos al del cielo estrellado. Hay quienes gustan de las estatuas, como otros de los lienzos de los maestros; tal individuo no tiene más ambición que la de poseer un excelente piano, al paso que tal otro se contenta con una guitarra. Hoy, quien tiene necesidades artísticas, no puede satisfacerlas a menos de ser heredero de una gran fortuna; pero trabajando de firme y apropiándose de un capital intelectual que le permita seguir una profesión liberal, siempre tiene la esperanza de satisfacer algún día más o menos sus gustos. Por eso, a nuestras ideales sociedades comunistas suele acusárselas de tener por único objetivo la vida material de cada individuo, diciéndonos: Tal vez tengáis pan para todos, pero en vuestros almacenes municipales no tendréis hermosas pinturas, instrumentos de óptica, muebles de lujo, galas; en una palabra, esas mil cosas que sirven para satisfacer la infinita variedad de los gustos humanos. Y por eso mismo suprimís toda posibilidad de proporcionaros sea lo que fuere, excepto el pan y la carne que el municipio comunista pueda ofrecer a todos, y la tela gris con que vistáis a todas vuestras ciudadanas.

He aquí la objeción que se dirige contra todos los sistemas comunistas, objeción que jamás supieron comprender los fundadores de todas las nuevas sociedades que iban a establecerse en los desiertos americanos. Creían que todo está dicho si la comunidad ha podido adquirir bastante paño para vestir a todos sus asociados y una sala de conciertos donde los hermanos puedan ejecutar trozos de música o representar de vez en cuando una piececilla teatral. Olvidaban que el sentido artístico existe lo mismo en el cultivador que en el burgués, y que si varían las formas del sentimiento según la diferencia de cultura, su fondo siempre es el mismo.

¿Seguirá idéntica senda el municipio anarquista? Evidentemente que no, con tal de que comprenda y trate de satisfacer todas las necesidades del espíritu humano al mismo tiempo que asegure la producción de todo lo necesario para la vida material.

2

Confesamos con franqueza que al pensar en los abismos de miseria y sufrimiento que nos rodean, al oír las frases desgarradoras de los obreros que recorren las calles pidiendo trabajo, nos repugna discutir esta cuestión: en una sociedad donde nadie tenga hambre, ¿cómo haremos para satisfacer a tal o cual persona deseosa de poseer una porcelana de Sèvres o un vestido de terciopelo?

Tentaciones nos dan de decir por única respuesta: Aseguremos lo primero el pan, y después ya hablaremos de la porcelana y del terciopelo.

Pero puesto que es preciso reconocer que además de los alimentos el hombre tiene otras necesidades, y puesto que la fuerza del anarquismo está precisamente en que comprende todas las facultades humanas y todas las pasiones, sin ignorar ninguna, vamos a decir en pocas palabras cómo podría conseguirse satisfacer todas las necesidades intelectuales y artísticas del hombre.

Ya hemos dicho que trabajando cuatro o cinco horas diarias hasta la edad de cuarenta y cinco a cincuenta años, el hombre podría cómodamente producir todo lo necesario para garantizar el bienestar a la sociedad.

Pero la jornada del hombre habituado al trabajo y valiéndose de máquinas, no es de cinco horas, sino de diez, trescientos días al año toda su vida. Así destruye su salud y embota su inteligencia. Sin embargo, cuando puede variar las ocupaciones, y sobre todo alternar la labor manual con el trabajo intelectual, está ocupado con gusto y sin fatigarse diez y doce horas. Asociándose con otros, esas cinco o seis horas le darían plena posibilidad de proporcionarse cuanto quisiera, además de lo necesario asegurado a todos.

Entonces se formarán grupos compuestos de escritores, cajistas, impresores, grabadores y dibujantes, animados todos ellos de un propósito común: la propagación de sus ideas predilectas.

Hoy el escritor sabe que hay una bestia de carga, el obrero, a quien por tres o cuatro pesetas diarias puede confiar la impresión de sus libros; pero no se cuida de saber qué es una imprenta. Si el cajista se envenena con el polvillo de plomo, si el muchacho que da al volante de la máquina muere de anemia, ¿no hay otros miserables para reemplazarlos?

Pero cuando ya no haya hambrientos prontos a vender sus brazos por una ruin pitanza, cuando el explotado de ayer haya recibido instrucción y pueda dar a luz sus ideas en el papel y comunicárselas a los demás, forzoso será que los literatos y los sabios se asocien entre sí para imprimir sus versos y su prosa.

Mientras el escritor considere la blusa y el trabajo manual como un indicio de inferioridad, le parecerá asombroso eso de que un autor componga él mismo su libro con caracteres de plomo, ¿No tiene el gimnasio y el juego de dominó para descansar de sus fatigas? Pero cuando haya desaparecido el oprobio en que se tiene el trabajo manual; cuando todos se vean obligados a hacer uso de sus brazos, no teniendo sobre quién descargarse de ese deber, ¡oh! entonces los escritores y sus admiradores de uno y otro sexo aprenderán muy pronto a manejar el componedor o aparato de caracteres; conocerán los apreciadores de la obra que se imprima, el gozo de acudir todos juntos a componerla y verla salir hermosa, con su virginal pureza, tirándola en una máquina rotativa. Esas magnificas máquinas -instrumento de suplicio para el niño que las mueve hoy desde la mañana a la noche- llegarán a ser un manantial de goces para los que las empleen con el fin de dar voz al pensamiento de sus autores favoritos.

¿Perderá con ello algo la literatura? ¿Será menos poeta el poeta después de haber trabajado en los campos o colaborado con sus manos para multiplicar su obra? ¿Perderá el novelista algo de su conocimiento del corazón humano después de haberse codeado con el hombre en la fábrica, en el bosque, en el trazado de un camino y en el taller? Hacer estas preguntas es contestarlas.

Ciertos libros serán quizá menos voluminosos, pero se imprimirán menos páginas para decir más. Tal vez se publique menos papel manchado, pero lo que se imprima será mejor leído y más apreciado. El libro se dirigirá a un circulo más vasto de lectores más instruidos, más aptos para juzgarlo.

Además, el arte de la imprenta, que ha progresado tan poco desde Gutenberg, está aún en la infancia. Aún se invierten dos horas en componer con letras móviles lo que se escribe en diez minutos, y se buscan procedimientos más expeditos para multiplicar el pensamiento. Se encontrarán.

¡Ah! Si cada escritor tuviese que intervenir en la impresión de sus libros, ¡cuántos progresos hubiera hecho ya la imprenta! No estaríamos aún con los tipos movibles del siglo XVII

3

¿Es un sueño el concebir una sociedad en que, llegando todos a ser productores, recibiendo todos una instrucción que les permita cultivar las ciencias o las artes y teniendo todos tiempo para hacerlo, se asocien entre sí para publicar sus obras, aportando su parte de trabajo manual?

En estos momentos se cuentan ya por miles y miles las sociedades científicas, literarias y otras. Estas sociedades son agrupaciones voluntarias entre personas que se interesan por tal o cual rama del saber, asociadas para publicar sus trabajos. Los autores que colaboran en las colecciones científicas no son pagados. Dichas colecciones no se venden: se envían gratuitamente a todos los ámbitos del mundo, a otras sociedades que cultivan las mismas ramas del saber. Ciertos miembros de la sociedad insertan una nota de una página resumiendo tal o cual observación, otros publican trabajos extensos, fruto de largos años de estudio, al paso que otros se limitan a consultarlos como punto de partida para nuevas investigaciones. Son asociaciones entre autores y lectores para la producción de trabajos en que todos tienen interés.

Verdad es que la sociedad científica (lo mismo que el periódico de un banquero) se dirige al editor, que embauca obreros para realizar el trabajo de la impresión. Las gentes que ejercen profesiones liberales menosprecian el trabajo manual que, en efecto, está hoy en condiciones embrutecedoras en absoluto. Pero una sociedad que conceda a cada uno de sus miembros la instrucción amplia, filosófica y científica sabrá organizar el trabajo corporal de manera que sea orgullo de la humanidad, y la sociedad sabia llegará a ser una asociación de investigadores, de aficionados y de obreros, los cuales conozcan un oficio manual y se interesen por la ciencia.

Por ejemplo, si se ocupan en la geología, todos contribuirán a explorar las capas terrestres, Todos aportarán su parte a las investigaciones. Diez mil observadores en lugar de ciento harán más en un año que se hace hoy en veinte. Y cuando se trate de publicar los diversos trabajos, diez mil hombres y mujeres, versados en los diferentes oficios, estarán dispuestos a trazar los mapas, grabar los dibujos, componer el texto e imprimirlo. Alegremente dedicarán todos juntos sus ocios, en verano a la exploración y en invierno al trabajo de taller. Y cuando aparezcan sus trabajos no encontrará ya solamente cien lectores, sino que habrá diez mil, todos ellos interesados en la obra común.

Hoy mismo, cuando Inglaterra ha querido hacer un gran diccionario de su lengua, no ha esperado a que naciese un Littré para consagrar su vida a esa labor. Ha llamado en su ayuda a los voluntarios, y mil personas se han ofrecido espontánea y gratuitamente para registrar las bibliotecas y terminar en pocos años un trabajo para el cual no habría bastado la vida entera de un hombre. En todas las ramas de la actividad inteligente aparece la misma tendencia, y sería preciso conocer muy poco la humanidad para no adivinar que el porvenir se anuncia en esas tentativas de trabajo colectivo en vez del trabajo individual.

Para que esa obra fuese verdaderamente colectiva, hubiera sido menester organizarla de modo que cinco mil voluntarios, autores, impresores y correctores hubiesen trabajado en común; pero ya se ha dado ese paso hacia delante, gracias a la iniciativa de la prensa socialista, que nos ofrece ejemplos de trabajo manual e intelectual combinados. Ocurre a menudo ver el autor de un articulo componerlo él mismo para los periódicos de combate.

En el futuro, cuando un hombre tenga que decir algo útil, alguna palabra superior a las ideas de su siglo, no buscará un editor que se digne adelantarle el capital necesario. Buscará colaboradores entre los que conozcan el oficio y hayan comprendido el alcance de la nueva obra, y juntos publicarán el libro o el periódico.

La literatura y el periodismo dejarán de ser entonces un medio de hacer fortuna y de vivir a expensas de la mayoría. ¿Hay alguien que conozca la literatura y el periodismo y no anhele una época en que la literatura pueda por fin libertarse de los que la protegían en otro tiempo, de los que la explotan hoy y de la multitud que, con raras excepciones, la paga en razón directa de su vulgarismo y de la facilidad con que se acomoda al mal gusto de la mayoría?

4

La literatura, la ciencia y el arte deben se servidos por voluntarios. Sólo con esa condición conseguirán libertarse del yugo del Estado, del capital y de la medianía burguesa que los ahogan.

¿Qué medios tiene hoy el sabio para hacer las investigaciones que le interesan? ¡Solicitar el auxilio del Estado, que no puede concederse sino al uno por ciento de los aspirantes, y que ninguno obtiene más que comprometiéndose ostensiblemente a ir por caminos trillados y a marchar por los carriles antiguos! Acordémonos del Instituto de Francia condenando a Darwin, de la Academia de San Petersburgo rechazando a Mendéléef, y de la Sociedad Real de Londres negándose a publicar, como poco científica, la memoria de Joule que contenía la determinación del equivalente mecánico del calor.

Por eso, todas las grandes investigaciones, todos los movimientos revolucionarios de la ciencia han sido hechos fuera de las academias y de las universidades, ya por gentes lo bastante rica para ser independientes, como Darwin y Liell, ya por hombres que minaban su salud trabajando con escasez y muy a menudo en la miseria, faltos de laboratorio, perdiendo infinito tiempo y no pudiendo proporcionarse los instrumentos o los libros necesarios para continuar sus investigaciones, pero perseverantes contra todas las esperanzas y muchas veces muriendo de pena. Su nombre es legión.

Por otra parte, es tan malo el sistema de auxilios concedidos por el Estado, que en todo tiempo la ciencia ha intentado librarse de ellos. Precisamente por eso están Europa y América llenas de miles de sociedades sabias, organizadas y sostenidas por voluntarios. Algunas han adquirido un desarrollo tan extraordinario, que todos los recursos de las sociedades subvencionadas y todas las riquezas de los banqueros no bastarían para comprar sus tesoros. Ninguna institución gubernamental es tan rica como la Sociedad Zoológica de Londres, a la que sólo sostienen cuotas voluntarias.

No compra los animales que a millares pueblan sus jardines, sino que se los envían otras sociedades y coleccionistas del mundo entero: un día un elefante, regalo de la Sociedad Zoológica de Bombay; otro día un rinoceronte y un hipopótamo, ofrecidos por naturalistas egipcios, y esos magníficos presentes se renuevan. de continuo, llegando sin cesar de los cuatro puntos del globo aves, reptiles, colecciones de insectos, etcétera. Tales envíes comprenden a menudo animales que no se comprarían por todo el oro del mundo; algunos de ellos fueron capturados con riesgo de la vida por un viajero, y se los da a la Sociedad porque está seguro de que allí los cuidarán bien. El precio de entrada pagado por los visitantes (y son innumerables) basta para sostener aquella inmensa colección zoológica.

Puede decirse de los inventores en general lo que hemos dicho de los sabios. ¿quién ignora a costa de qué sufrimientos han podido llevarse a cabo todas las grandes invenciones? Noches en blanco, privación de pan para la familia, falta de instrumentos y primeras materias para las experiencias, tal es la historia de todos los que han dotado a la industria de lo que constituye el único justo orgullo de nuestra civilización.

¿Pero qué se necesita para salir de esas condiciones que todo el mundo está conforme en considerar malas? Se ha ensayado la patente y se conocen los resultados. El inventor hambriento la vende por un puñado de pesetas, y el que no ha hecho más que prestar el capital se embolsa los beneficios del invento, con frecuencia enormes. Además, el privilegio aísla al inventor; le obliga a tener en secreto sus investigaciones, que muchas veces sólo conducen a un tardío fracaso, al paso que la sugestión más sencilla, hecha por otro cerebro menos absorto por la idea fundamental, basta algunas veces para fecundar la invención y hacerla práctica. Como todo lo autoritario, el privilegio de invención no hace más que entorpecer los progresos de la industria.

Lo que se necesita para favorecer el genio de los descubrimientos es, en primer término, despertar las ideas; la audacia para concebir, que con nuestra educación no hace más que languidecer; el saber derramado a manos llenas, que centuplica el número de los investigadores, y por último, la conciencia de que la humanidad va a dar un paso hacia delante, porque casi siempre ha inspirado el entusiasmo o algunas veces la ilusión del bien a todos los grandes bienhechores.

Allí irán a trabajar en sus ensueños, después de haber cumplido sus deberes para con la sociedad; allí pasarán sus cinco o seis horas libres; allí harán sus experiencias; allí se encontrarán con otros camaradas, expertos en otras ramas de la industria y que vayan también a estudiar algún problema difícil; podrán ayudarse unos a otros, ilustrarse mutuamente, hacer brotar al choque de las ideas y de su experiencia la solución deseada. ¡Y esto no es un sueño! Solanoy y Garadok, de Petersburgo, lo ha realizado ya, por lo menos en parte, desde el punto de vista técnico. Es un taller admirablemente provisto de herramientas y abierto a todo el mundo; en él se puede disponer gratuitamente de los instrumentos y de la fuerza motriz; sólo la madera y los metales hay que pagarlos por el precio a que cuestan. Pero los obreros no van allí hasta por la noche, desfallecidos por diez horas de trabajo en los talleres. Y ocultan cuidadosamente sus invenciones a todas las miradas, cohibidos por la patente y por el capitalismo, maldición de la sociedad actual, obstáculo con que se tropieza en el camino del progreso intelectual y moral.

5

¿Y el arte? Por todos lados llegan quejas acerca de la decadencia del arte. En efecto, distamos mucho de los grandes maestros del Renacimiento. La técnica del arte ha hecho recientemente inmensos progresos; millares de personas dotadas de cierto talento cultivan todas sus ramas; pero el arte parece huir del mundo civilizado. La técnica progresa, pero la inspiración frecuenta menos que antes los estudios de los artistas.

¿De dónde había de venir, en efecto? Sólo una gran idea puede inspirar el arte. En nuestro ideal, arte es sinónimo de creación, debe mirar adelante; pero salvo rarísimas excepciones, el artista de profesión permanece siendo harto ignorante, demasiado burgués para entrever los nuevos horizontes. Esa inspiración no puede salir de los libros; tiene que tomarse de la vida, y no puede darla la sociedad actual.

Los Rafael y los Murillo pintaban en una época en que la búsqueda de un ideal nuevo aún se acomodaba con viejas tradiciones religiosas. Pintaban para decorar grandes iglesias, que también representaban la obra piadosa de muchas generaciones. La basílica, con su aspecto misterioso y su grandeza; que la ligaba con vida misma de la ciudad, podía inspirar al pintor. Trabajaba para un monumento popular; dirigiase a una muchedumbre, y a cambio recibía de ella la inspiración. Y le hablaba en el mismo sentido que la nave, los pilares, las vidrieras pintadas, las estatuas y las puertas esculpidas. Hoy, el honor más grande a que aspira pintor es a ver su lienzo con un marco de madera dorada colgado en un museo -una especie de prendería-, donde se verá, como se ve en el Museo del Prado, la Ascensión, de Murillo, junto Mendigo, de Velázquez, y los perros, de Felipe II. ¡Pobre Velázquez y pobre Murillo! ¡Pobres estatuas griegas que vivían en las acrópolis de sus ciudades, y que se ahogan hoy bajo los paños rojos Louvre!

Cuando un escultor griego cincelaba el mármol, trataba expresar el espíritu y el corazón de la ciudad. Todas las pasiones de ésta, todas sus tradiciones de gloria debían revivir en la obra. Pero hoy, la ciudad una ha cesado de existir; no más comunión de ideas. La ciudad no es más que un revoltijo casual de gentes que no se conocen, que no tienen ningún interés común, salvo el enriquecerse unos a expensas de otros; no existe la patria... ¿Qué patria común pueden tener el banquero internacional y el trapero?

Sólo cuando una ciudad, un territorio, una nación o un grupo de naciones hayan recuperado su unidad en la vida social, es cuando el arte podrá beber su inspiración con la idea común de ciudad o de la federación. Entonces el arquitecto concebirá el monumento de la ciudad, que ya no será un temple, una cárcel ni una fortaleza; entonces el pintor, el escultor, el cincelador, el decorador, etcétera, sabrán dónde poner sus lienzos, sus estatuas sus decoraciones, tomando toda su fuerza de ejecución en los mismos manantiales de vida y caminando todos juntos gloriosamente hacia el porvenir. Pero hasta entonces, el arte no podrá más que vegetar.

Los mejores lienzos de los pintores modernos son aún los que reproducen la naturaleza, la aldea, el valle, el mar con sus peligros, la montaña con sus esplendores. Pero, ¿cómo podrá el pintor expresar la poesía del trabajo de los campos, si sólo la ha contemplado o imaginado, y nunca la ha probado él mismo; si no lo conoce más que como un ave de paso conoce los países sobre los cuales se cierne en sus emigraciones; si en todo el vigor de su hermosa juventud no ha ido desde el alba detrás del arado; si no probó el goce de segar las hierbas con un amplio corte de hoz junto a robustos recolectores del heno, rivalizando en bríos con risueñas muchachas que llenan los aires con sus cantares? El amor a la tierra y a lo que crece sobre la tierra no se adquiere haciendo estudios a pincel; sólo se adquiere poniéndose al servicio de ella. Y sin amarla, ¿cómo pintarla? Por eso, todo lo que en este sentido han podido reproducir los mejores pintores, es aún tan imperfecto y con frecuencia falso. Casi siempre sentimentalismo: allí no hay fuerza.

Es preciso haber visto a la vuelta del trabajo la puesta del sol. Es preciso haber sido labriego con el labriego para guardar en los ojos sus esplendores. Es preciso haber estado en el mar con el pescador a todas horas del día y de la noche, haber pescado uno mismo, luchando contra las olas, arrostrado la tempestad, y después de ruda labor, haber sentido la alegría de levantar una pesada red o el pesar de volver de vacío para comprender la poesía de la pesca. Es preciso haber pasado por la fábrica, conociendo las fatigas, los sufrimientos y también las satisfacciones del trabajo creador; haber forjado el metal a los fulgurantes resplandores de los altos hornos; es preciso haber sentido vivir la máquina, para saber lo que es la fuerza del hombre y traducirla en una obra de arte. En fin, es preciso sumirse en la existencia popular para atreverse a retratarla.

Para que el arte se desarrolle, debe relacionarse con la industria por mil transiciones intermediarias, de suerte que, por decirlo así, queden confundidos, como tan bien lo han demostrado Ruskin y el gran poeta socialista Morris. Todo lo que rodea al hombre en su domicilio, en la calle, en el interior y el exterior de los monumentos públicos, debe ser de pura forma artística.

Pero ésta no podrá realizarse más que en una ciudad donde todos disfruten de bienestar y tiempo libre. Entonces se verán surgir asociaciones de arte, en las cuales pueda cada uno dar prueba de sus capacidades; porque el arte no puede pasarse sin una infinidad de trabajos suplementarios puramente manuales y técnicos. Estas asociaciones artísticas se encargarán de embellecer los hogares de sus miembros, como lo han hecho esos amables voluntarios, los pintores jóvenes de Edimburgo, decorando las paredes y los techos del gran hospital de los pobres de la ciudad.

El pintor o escultor que haya producido una obra de sentimiento personal e íntimo, la ofrecerá a la mujer a quien ama o a un amigo. Hecha con amor, ¿será inferior su obra a las que satisfacen hoy la vanidad de los burgueses y de los banqueros porque han costado mucho dinero?

Lo mismo sucederá con todas las satisfacciones que se buscan por fuera de lo necesario. Quien apetezca un piano de cola, entrará en la asociación de los fabricantes de instrumento de música. Y dedicándole parte de sus medias jornadas libres, muy pronto tendrá el piano de sus sueños. Si se interesa por los estudios astronómicos, ingresará en la asociación de los astrónomos, con sus filósofos, sus observadores, sus calculadores, sus artistas en instrumentos astronómicos, sus sabios y sus aficionados, y tendrá el telescopio que desea suministrando una parte de trabajo en la obra común, pues un observatorio astronómico requiere grandes labores, trabajos de albañil, de carpintero, de fundidor, de mecánico, siendo el artista quien da sus últimas perfecciones al instrumento de precisión.

En una palabra, las cinco o siete horas diarias de que cada cual dispondrá después de haber consagrado algunas a la producción de lo necesario, bastarían ampliamente para satisfacer todas las necesidades de lujo, infinitamente variadas. Millares de asociados se encargarían de ocuparse de ello. Lo que ahora es privilegio de una ínfima minoría, sería así accesible para todos.

Cesando de ser el lujo un aparato necio y chillón de los burgueses, se convertiría en una satisfacción artística.

1