División del trabajo


	La economía política se ha limitado siempre a comprobar los hechos que veía producirse en la 
sociedad y a justificarlos en interés de la clase dominante. Lo mismo hace con respecto a la división del 
trabajo creada por la industria: habiéndola encontrado ventajosa para los capitalistas, la ha convertido en 
principio. 
	«Ved ese herrero de pueblo -decía Adam Smith, el padre de la economía política moderna-. Si 
nunca se ha habituado a hacer claves, a duras penas fabricará doscientos o trescientos diarios. Pero si ese 
mismo herrero no hace más que clavos, producirá fácilmente hasta dos mil trescientos en el curso de una 
sola jornada.» 
	Y Smith se apresuraba a sacar esta consecuencia: «Dividamos el trabajo, especialicemos cada vez 
más; tengamos herreros que sólo sepan hacer cabezas o puntas de claves, y de esa manera produciremos 
más y nos enriqueceremos.» En cuanto a saber si el herrero condenado por toda la vida a no hacer más que 
cabezas de clavo perderá el interés por el trabajo; si no estará enteramente a merced del patrono con ese 
oficio limitado; si no tendrá cuatro meses de paro forzoso al año; si no bajará su salario cuando fácilmente 
se le pueda reemplazar con un aprendiz, Adam Smith no pensaba en nada de eso al exclamar: «¡Viva la 
división del trabajo!
     	Y aun cuando un Sismondi o un J. B. Say advertían más tarde que la división del trabajo, en lugar 
de enriquecer a la nación, sólo enriquecía a los ricos, y que reducido el trabajador a hacer toda su vidä la 
dieciochava parte de un alfiler, se embrutecía y caía en la miseria, ¿qué propusieron los economistas 
oficiales? ¡Nada! No se dijeron que aplicándose así toda la vida a un solo trabajo maquinal, el obrero 
perdería la inteligencia y el espíritu inventivo, y que, por el contrario, la variedad en las ocupaciones 
produciría aumentar mucho la productividad de la nación.
    	Si no hubiese más que los economistas para predicar la división del trabajo permanente y a menudo 
hereditaria, se les dejaría perorar a sus anchas. Pero las ideas profesadas por los doctores de la ciencia se 
infiltran en los espíritus pervirtiéndolos, y a fuerza de oír hablar de la división del trabajo, del interés, de la 
renta, del crédito, etcétera, como de problemas ha mucho tiempo resueltos, todo el mundo (y el trabajador 
mismo) concluye por razonar como los economistas, por venerar idénticos fetiches.
   	Así vemos a gran número de socialistas, hasta los que no temen atacar los errores de la ciencia, 
respetar el principio de la división del trabajo. Habladles de la organización de la sociedad durante la 
revolución, y responden que debe sostenerse la división del trabajo; que si hacíais puntas de alfileres antes 
de la revolución, las haréis también después de ella. Bueno; trabajaréis nada más que cinco horas haciendo 
puntas de alfileres. Pero no haréis más que puntas de alfileres toda la vida, mientras otros hacen máquinas y 
proyectos de máquinas que permiten afilar durante toda vuestra vida miles de millones de alfileres, y otros 
se especializarán en las altas funciones del trabajo literario, científico, artístico, etcétera. Has nacido 
amolador de puntas de alfileres, Pasteur ha nacido vacunador de la rabia, y la revolución os dejará a uno y a 
otro con vuestros respectivos empleos.
    	Conocidas son las consecuencias de la división del trabajo. Evidentemente, estamos divididos en 
dos clases: por una parte, los productores que consumen muy poco y están dispensados de pensar, porque 
necesitan trabajar, y trabajan mal porque su cerebro permanece inactivo; y por otra parte, los consumidores 
que producen poco tienen el privilegio de pensar por los otros, y piensan mal porque desconocen todo un 
mundo, el de los trabajadores manuales. Los obreros de la tierra no saben nada de la máquina: los que 
sirven las máquinas ignoran todo el trabajo de los campos. El ideal de la industria moderna es el niño 
sirviendo una máquina que no puede ni debe comprender, y vigilantes que le multen si distrae un momento 
su atención. Hasta se trata de suprimir por completo el trabajador agrícola. El ideal de la agricultura 
industrial es Un hombre alquilado por tres meses y que conduzca un arado de vapor o una trilladora. La 
división del trabajo es el hombre con rótulo y sello para toda su vida como anudador en una manufactura, 
vigilante en una industria, impeledor de un carretón en tal sitio de una mina, pero sin idea ninguna de 
conjunto de máquinas, ni de industria, ni de mina. 		Lo que se ha hecho con los hombres, quiso 
hacerse también con las naciones. La humanidad se dividirá en fábricas nacionales, cada una con su 
especialidad. Rusia está destinada por la naturaleza a cultivar trigo, Inglaterra a hacer tejidos de algodón, 
Bélgica a fabricar paños, al paso que Suiza forma niñeras e institutrices. En cada nación se especializaría 
también: Lyon a fabricar sederías, la Auvernia encajes y París artículos de capricho. Esto era, según los 
economistas; ofrecer un campo ilimitado a la producción, al mismo tiempo que al consumo una era de 
trabajo y de inmensa fortuna que se abría para el mundo.
	Pero esas vastas esperanzas se desvanecen a medida que el saber técnico se difunde en el universo. 
Todo iba bien mientras Inglaterra era la única que fabricaba telas de algodón y trabajaba los metales, 
mientras sólo París hacía juguetes artísticos podía predicarse lo que se llamaba la división del trabajo, sin 
temor alguno de verse desmentido.
  	Pues bien; una nueva corriente induce a las naciones civilizadas a ensayar en su interior todas las 
industrias, hallando ventajas en fabricar lo que antes recibían de los demás países, y las mismas colonias 
tienden a pasarse sin su metrópoli. Como los descubrimientos de la ciencia universalizan los procedimientos 
técnicos, es inútil en adelante pagar al exterior por un precio excesivo lo que es tan fácil producir en casa. 
Pero esta revolución en la industria, ¿no da una estocada a fondo ala teoría de la división del trabajo, que se 
creía tan sólidamente establecida?