Los víveres


1

       	Si la próxima revolución ha de ser una revolución social, se distinguirá de los anteriores 
levantamientos, no sólo por sus fines, sino también por sus procedimientos. Fines nuevos requieren 
procedimientos nuevos.
  	El pueblo se bate para derribar el antiguo régimen, y derrama su sangre preciosa. Después de 
romper la argolla, vuelve a la sombra. Un gobierno compuesto de hombres más o menos honrados se 
constituye y se encarga de organizar la república en 1793 el trabajo en 1848, el municipio libre en 1871.
 	Imbuido ese gobierno en las ideas  jacobinas,  preocúpase de las cuestiones políticas ante todo: 
reorganización de la máquina del poder, purificación del personal administrativo, separación de la Iglesia y 
el Estado, libertades cívicas, y así sucesivamente.
   	Es verdad que los clubs obreros vigilan a los nuevos gobernantes. A menudo imponen sus ideas. 
Pero aun en esos clubs, sean burgueses o trabajadores los que peroran, siempre domina la idea burguesa. Se 
habla mucho de cuestiones políticas, pero s olvida la cuestión del pan.
   	En cuanto estalla la revolución, inevitablemente para el trabajo, detiénese la circulación de los 
productos, se esconden los capitales. El patrono no tiene nada que temer en esas épocas; vive de sus rentas, 
si es que no especula con la miseria; pero asalariado se ve reducido a vivir al día. Se anuncia la escasez 
Aparece la miseria, una miseria como no se había visto con antiguo régimen.
    	«Son los girondinos quienes nos matan de hambre», se decía por los arrabales en 1793. Y se 
guillotinaba a los girondinos, dando plenos poderes a la Montaña, al Ayuntamiento de París. El 
Ayuntamiento preocupábase, en efecto, del pan; desplegaba heroicos esfuerzos para alimentar a París. 
Fouché y Collot d'Herbois creaban pósitos en Lyon, pero se disponía de ínfima cantidad de grano para 
llenarlos. Las municipalidades luchaban para conseguir trigo. Se ahorcaba a los tahoneros acaparadores del 
grano, pero seguía faltando el pan.
    	Entonces la emprendían con los realistas, guillotinando a doce, quince diarios, criadas y duquesas, 
sobre todo criadas, porque las duquesas estaban en Coblenza. Pero aunque guillotinasen a cien duques y 
vizcondes cada veinticuatro horas, nada habría cambiado.
   	La miseria iba en aumento, Puesto que era preciso siempre cobrar, un salario para. vivir, y el 
salario no aparecía, ¿qué hubieran podido hacer mil cadáveres más o menos?
   	Entonces el pueblo comenzaba a cansarse. « ¡Bien va vuestra revolución! -cuchicheaba el 
reaccionario al oído del trabajador; ¡nunca habéis tenido tanta miseria! » Y poco a poco se tranquilizaba el 
rico, salía de su escondite, se mofaba de los descalzos con su pomposo lujo, vestíase de currutaco y decía a 
los trabajadores: «¡Vamos, basta de necedades! ¿Qué habéis ganado con la revolución? ¡Ya es hora de 
acabar con ella!»
   	Y con el corazón oprimido, exhausto ya de paciencia, el revolucionario llegaba a decirse: «¡Otra 
vez perdida la revolución!,» Se volvía a su tugurio y dejaba hacer. 
	Entonces la reacción se mostraba altiva, realizando su golpe de Estado. Muerta la revolución, ya no 
le quedaba sino pisotear su cadáver.
    	¡Y pisoteábalo de firme! Se derramaban olas de sangre el terror blanco segaba cabezas, poblaba las 
cárceles, y entretanto seguían su curso las orgías de la granujería elevada.
    	He aquí la imagen de todas nuestras revoluciones. En 1848, el trabajador parisiense ponía «tres 
meses de miseria» al servicio de la República, y al cabo de los tres meses, no pudiendo ya más, hacía su 
postrer esfuerzo desesperado, esfuerzo ahogado por la matanza.
   	Y en 1871 concluía la Comuna por falta de combatientes. No había olvidado decretar la separación 
de la Iglesia y del Estado; pero no pensó hasta harto tarde en asegurar a todos el pan. Y viose en París a los 
gomosos burlase de los federados, diciéndoles: «¡Imbéciles, id a haceros matar por seis reales, mientras 
nosotros nos vamos de francachela al restaurante de moda!» Comprendióse la falta en los últimos días. Se 
hizo la sopa comunal, pero era demasiado tarde. ¡Los versalleses estaban ya dentro de las murallas!
    	«¡Pan; la revolución necesita pan! ¡Ocupense otros en lanzar circulares con frases rimbombantes! 
¡Pónganse otros en los hombros tantos galones como puedan llevar encima! ¡Peroren otros acerca de las 
libertades políticas!» Nuestra tarea consistirá en hace de manera que en los primeros días de la revolución, 
y mientras dure ésta, no haya un solo hombre en el territorio insurrecto quien le falte el pan, ni una sola 
mujer obligada a formar cola delante de la tahona para recoger la bola de salvado que le quieran arrojar de 
limosna, ni un solo niño a quien le falte lo necesario para su débil constitución.


2

    	Somos utopistas, es cosa sabida. En efecto, tan utopistas, que llevamos nuestra utopía hasta creer 
que la revolución debe y puede garantizar a todos el alojamiento, el vestido y el pan. Es preciso asegurar el 
pan al pueblo sublevado, es menester que la cuestión del pan preceda a todas las demás. Si se resuelve en 
interés del pueblo, la revolución irá por buen camino.
    	Es seguro que la próxima revolución estallara en medio de una formidable crisis industrial. Desde 
hace una docena de años nos encontramos en plena efervescencia, y la situación tiene que agravarse. Todo 
contribuye a ello: la concurrencia de las naciones jóvenes que entran en el palenque para conquistar los 
antiguos mercados, las guerras, los impuestos siempre crecientes, las deudas de los Estados, lo inseguro del 
mañana, las grandes empresas lejanas.

   	En este momento falta el trabajo a millones de trabajadores en Europa. Peor será cuando haya 
estallado la revolución y se haya propagado como el fuego en un reguero de pólvora. El número de obreros 
sin trabajo duplicará en cuanto se levanten barricadas en Europa y en los Estados Unidos. ¿Qué se va a 
hacer para asegurar el pan a esas muchedumbres?
   	Ya que se abrieron talleres en 1789 y en 1793; ya que se recurrió al mismo medio en 1848; ya que 
Napoleón III consiguió durante dieciocho años contener al proletariado parisiense dándole trabajos que 
valen hoy a París su deuda de dos millones de pesetas y su impuesto municipal de noventa pesetas por 
cabeza; ya que este excelente medio se empleaba en Roma y hasta en Egipto hace cuatro mil años; ya que 
déspotas, reyes y emperadores han arrojado siempre un pedazo de pan al pueblo para tener tiempo de 
recoger el látigo, es natural que las gentes prácticas preconicen ese método de perpetuar el salario. ¡A qué 
romperse la cabeza, cuando se dispone del método ensayado por los faraones de Egipto!
    	Pero si la revolución tuviese la desgracia de seguir ese camino, estaba perdida.
    	Cuando el 27 de febrero de 1848 se abrían los talleres nacionales, los obreros sin trabajo no eran 
más que ocho mil en París; quince días después, eran ya cuarenta y nueve mil; bien pronto iban a ser cien 
mil, sin contar los que acudían de provincias.
   	Pero en aquella época, la industria y el comercio no ocupaban en Francia la mitad de los brazos 
que hoy. Y sabido es que en tiempo de revolución lo que más padece es el tráfico, es la industria. Basta 
pensar sólo en el número de obreros que trabajan directa e indirectamente para la exportación, en el número 
de brazos empleados en las industrias de lujo que tienen por clientela la minoría burguesa.
   	La revolución en Europa es la suspensión inmediata de la mitad de las fábricas y manufacturas; 
representa millones de trabajadores arrojados a la calle junto con sus familias.
   	Es evidente, como ya lo dijo Proudhon, que el ataque a propiedad traerá la completa 
desorganización de todo el régimen basado en la empresa particular y en el salario. La sociedad misma se 
vera obligada a poner mano en el conjunto de la producción y y reorganizarla según las necesidades del 
conjunto de la población. Pero como esta reorganización no es posible en un día ni en más, como exige 
cierto período de adaptación, durante el cual millones de hombres se verían privados de medios de 
existencia, ¿qué ha de hacerse?
   	No hay más que una solución verdaderamente práctica, y es reconocer lo inmenso de la tarea que 
se impone, y en vez de echar un remiendo a una situación que se ha hecho imposible, proceder a 
reorganizar la producción según los nuevos principios.
   	Será preciso que el pueblo tome inmediatamente posesión todos los víveres que haya en los 
municipios insurrectos, inventariándolos y cuidando que, sin derrochar nada, aprovechen todos los recursos 
acumulados para atravesar el periodo de crisis, y durante ese tiempo entenderse con los obreros de las 
fábrica ofreciéndoles las primeras materias que les falten y garantizándoles la existencia durante algunos 
meses, a fin de que produzcan lo que necesita el cultivador. No olvidemos que si Francia teje sederías para 
los banqueros alemanes, las emperatrices de Rusia y de las islas Sandwich, y que si París hace maravillas de 
juguetería para los ricos del mundo entero, dos tercios de los campesinos franceses carecen de lámparas 
para alumbrarse y de las herramientas mecánicas necesarias hoy en la agricultura.
   	Y por último, hacer valer las tierras improductivas y mejorar las que no producen ni siquiera la 
cuarta ni aun la décima parte de lo que producirán cuando estén sometidas al cultivo intensivo de huerta y 
jardinería.


3

   	Un hombre o un grupo de hombres que poseen el capital necesario montan una empresa industrial; 
se encargan de abastecer la manufactura o la fábrica de primeras materias, de organizar la producción, de 
vender los productos, de pagar a los obreros un salario fijo, y por último, se embolsan el exceso de valor o 
los beneficios, con el pretexto de indemnizarse del riesgo que han corrido, de las oscilaciones de precios 
que tiene la mercancía en el mercado.
   	Por salvar este sistema, los actuales detentadores del capita estarían dispuestos a hacer ciertas 
concesiones, por ejemplo, repartir una parte de los beneficios con los trabajadores o establecer una escala 
de salarios que les obligue a elevarlos en cuanto suben las ganancias; en una palabra, consentirían ciertos 
sacrificios con tal que se les dejase el derecho de dirigir y administrar la industria y de recaudar los 
beneficios de ella.
   	El colectivismo, según sabernos, introduce importantes modificaciones en ese régimen, pero sin 
dejar de mantener el salario. Sólo que sustituye el patrono por el Estado, es decir, con el gobierno 
representativo, nacional o comunal. Los representantes de la nación o del municipio, sus delegados o sus 
funcionarios son quienes se encargan de la gerencia de la industria, y al mismo tiempo se reservan el 
derecho de emplear en provecho de todos el exceso de valor de la producción. Además, se establece en este 
sistema una distinción muy sutil, pero llena de consecuencias, entre el trabajo del peón del hombre que ha 
hecho un aprendizaje previo. El trabajo del peón no es a los ojos del colectivista más que un trabajo 
simple, al paso que el artesano, el ingeniero, el sabio, etcétera, practican lo que Marx llama un trabajo 
compuesto y tienen derecho a un salario más alto. Pero peones e ingenieros, tejedores y sabios, son 
asalariados del Estado; «todos funcionarios», decían últimamente para dorar la píldora.
   	Pues bien; el mayor servicio que la próxima revolución podrá prestar a la humanidad será el de 
crear una situación en la cual se haga imposible e inaplicable todo sistema de salario, y donde se imponga, 
como única solución aceptable, el comunismo, negación del sistema del salario.
   	Aun admitiendo que sea posible la modificación colectivista si se hace por grados durante un 
período próspero y tranquilo, eso será imposible en período revolucionario, Porque al día siguiente de tomar 
las armas surgirá la necesidad de alimentar a millones de seres. Puede hacerse una revolución política sin 
que se trastorne la industria; pero una revolución en la cual el pueblo ponga la mano en la propiedad 
producirá inevitablemente una súbita paralización del comercio y de la producción. Los millones del Estado 
no bastarían para asalariar a los millones de hombres faltos de trabajo.
   	No nos cansaremos de insistir en ese punto: la reorganización de la industria sobre nuevas bases no 
se hará en unos cuantos días, y el proletario no podrá poner años de miseria al servicio de los teóricos del 
salario. Para atravesar el periodo de las dificultades, reclamará lo que siempre ha reclamado en tales 
ocurrencias: la Comunidad de los víveres, el racionamiento.
    	Si el empuje del pueblo no es bastante fuerte, se le fusilará. Para que el colectivismo pueda 
establecerse, necesita, ante todo, orden, disciplina, obediencia. Y como los capitalistas advertirán muy 
pronto que hacer fusilar al pueblo por los que se llaman revolucionarios es el mejor medio de disgustarlo 
con la revolución, prestarán ciertamente su apoyo a los defensores del orden, aún a los colectivistas. Ya 
verán mas tarde el medio de aplastar a éstos a su vez. No olvidemos cómo triunfó la reacción del siglo 
pasado. Primero se guillotinó a los hebertistas, a quienes llamaba Mignet «los anarquistas». No tardaron en 
seguirlos los dantonianos. Y cuando los robespierristas hubieron guillotinado a estos revolucionarios, les 
tocó el turno de subir también al patíbulo. Con lo cual, disgustado el pueblo y viendo perdida la revolución, 
dejó hacer a los reaccionarios.
    	Si «el orden queda restablecido», los colectivistas guillotinarán a los anarquistas, los posibilistas 
guillotinarán a los colectivistas, que a su vez serán guillotinados por los reaccionarios. La revolución 
tendría que volver a empezar.
   	Pero todo induce a creer que el empuje del pueblo será bastante fuerte, y que cuando se haga la 
revolución habrá ganado terreno la idea del comunismo anarquista. Y si el empuje es bastante fuerte, los 
asuntos tomarán otro giro. En vez de saquear algunas tahonas, para ayunar mañana, el pueblo de las 
ciudades insurrectas ocupará los graneros de trigo, los mataderos, los almacenes de comestibles, en una 
palabra, todos los víveres.
   	Ciudadanos de buena voluntad se dedicarán en el acto a inventariar lo que se encuentre en cada 
almacén y en cada granero. En veinticuatro horas el municipio insurrecto sabrá lo que París aún no sabe, a 
pesar de sus juntas de estadística, y lo que nunca supo durante el sitio: cuántas provisiones encierra. En dos 
veces veinticuatro horas se habrán impreso millones de ejemplares de cuadros exactos de todos los víveres, 
de los sitios donde están almacenados y de las formas de distribuirlos.
    	En cada manzana de casas, en cada calle y en cada barrio, se organizarán voluntarios que sabrán 
entenderse y ponerse al corriente de sus trabajos. Que no vengan a interponerse las bayonetas jacobinas: que 
los teóricos sedicentes científicos no vengan a embrollarlo todo o más bien que embrollen cuanto quieran 
con tal de que no tengan derecho a mangonear, y con ese admirable espíritu organizador espontáneo que 
tiene el pueblo en tan alto grado, en todas esas capas sociales, y que tan raras veces le permiten ejercitar, 
surgirá aun en plena efervescencia revolucionaria un inmenso servicio libremente constituido para 
suministrar a cada uno los víveres indispensables.
    	Que el pueblo tenga libres las manos, y en ocho días el servicio de los víveres se hará con una 
regularidad admirable. Se necesita no haber visto jamás al pueblo laborioso manos a la obra; se necesita 
haber tenido toda la vida las narices entre los papelotes para dudar de ello. ¡Hablad del espíritu organizador 
de ese gran desconocido, el pueblo, a los que lo han visto en París en las jornadas de las barricadas, o en 
Londres cuando la última gran huelga, que tenía que alimentar a medio millón de hambrientos, y os dirán 
cuán superior es a los oficinistas!
   	Aunque hubiera que sufrir durante quince días o un mes cierto desorden parcial y relativo, poco 
importa. Siempre será para las masas mejor que lo que hoy existe. Además, en tiempos de revolución se 
come chorizo y pan sin murmurar, riéndose, o más bien discutiendo.


4

   	Por la misma fuerza de las cosas, el pueblo de las grandes ciudades se verá obligado a apoderarse 
de todos los víveres, procediendo de lo simple a lo compuesto, para satisfacer las necesidades de todos los 
habitantes. Pero, ¿con qué bases podría organizarse el disfrute de los víveres en común? No hay dos 
maneras diferentes de hacerlo con equidad, sino una sola, que responde a los sentimientos de justicia y es 
realmente práctica: el sistema adoptado ya por los municipios agrarios en Europa.
   	Fijaos en no importa qué municipio rural. Si posee un monte, mientras no falte leña menuda, cada 
cual tiene derecho a coger cuanta quiera, sin más reparo que la opinión pública de sus convecinos. En 
cuanto a la leña gruesa, como toda es poca, se recurre al racionamiento. Lo mismo sucede con las dehesas 
boyales. Mientras hay de sobra para todo el municipio, nadie mira lo que han pastado las vacas de cada 
vecino, ni el número de vacas que van a los pastos. Sólo se recurre al reparto o al racionamiento cuando los 
prados son insuficientes. Toda la Suiza y muchos municipios de Francia y de Alemania donde hay prados 
municipales practican ese sistema.
   	Y si vais a los países de la Europa oriental, donde se encuentra en abundancia la leña gruesa o no 
falta suelo, veréis a los aldeanos cortar los árboles en los montes con arreglo a sus necesidades, cultivar 
tanto terreno como les hace falta, sin pensar en racionar la leña gruesa ni en dividir la tierra en parcelas. Sin 
embargo, se racionará la leña gruesa y se repartirá el suelo según las necesidades de cada vecino en cuanto 
falten una y otro, como ya sucede en Rusia.
   	En una palabra, sin tasa lo que abunde; a ración lo que haga falta medir y repartir. De trescientos 
cincuenta millones de hombres que viven en Europa, doscientos millones siguen aún estas prácticas 
enteramente naturales. El mismo sistema prevalece también en las grandes ciudades, por lo menos para un 
objeto de consumo que se encuentra allí en abundancia: el agua a domicilio.
   	Mientras bastan las bombas para abastecer las casas sin temor a que falte el agua, a ninguna 
compañía se le ocurre la idea de reglamentar el empleo que se haga del agua en cada casa. ¡que tomen la 
que quieran! Y si se teme que falte el agua en París durante los grandes calores, las compañías saben muy 
bien que basta una simple advertencia de cuatro líneas puesta en los periódicos, para que los parisienses 
reduzcan su consumo de agua y no la derrochen demasiado.
   	Pero si decididamente llegase a faltar el agua, ¿qué sería? Se recurriría al racionamiento. Y esta 
medida es tan natural, está tan en la mente de todos, que vemos a París en 1871 reclamar en dos ocasiones 
el racionamiento de los víveres durante los dos sitios que sostuvo.
    	¿Hay que entrar en detalles y establecer cuadros acerca del modo cómo podría funcionar el 
racionamiento, probar que sería infinitamente más justo que lo que hoy existe? Con esos cuadros, esos 
detalles, no llegaríamos a convencer a los burgueses, que consideran al pueblo como una aglomeración de 
salvajes que se romperían las narices en cuanto no funcionase el gobierno. Pero es preciso no haber visto 
nunca al pueblo deliberar para dudar ni un solo minuto de que si fuese dueño de hacer el racionamiento no 
lo haría con arreglo a los más puros principios de justicia y de equidad. Id a decir en una reunión popular 
que las perdices deben reservarse para los delicados holgazanes de la aristocracia y el pan negro para los 
enfermos de los hospitales, y os silbarán.
   	Pero decid en esa misma reunión, predicad por todas las esquinas que el alimento más delicado 
debe reservarse pan los débiles, y en primer lugar para los enfermos. Decid que si hubiese en París nada 
más que diez perdices y una sola caja de botellas de Málaga, debían enviarse a los dormitorios de los 
convalecientes; decid eso...
   	Decid que el niño viene en seguida del enfermo. ¡Para él la leche de las vacas y de las cabras, si no 
hay bastante para todos! Para el niño y el viejo el último bocado de carne, y para el hombre robusto el pan a 
secas, caso de verse reducidos a tal extremo.
   	Decid que si de una sustancia alimenticia no hay suficientes cantidades y hay que racionarla, se 
reservarán las últimas raciones para quien más las necesite; decid esto, y veréis si no lográis el asentimiento 
unánime.
	Los teóricos pedirán que se introduzca en seguida la cocina nacional y la sopa de lentejas. 
Invocaran las ventajas de economizar combustible y víveres, estableciendo inmensas cocinas, donde todo el 
mundo acudiese a tomar su ración de caldo, de pan y de verdura.
	No negamos esas ventajas. Sabemos muy bien las economías de trabajo y combustible realizadas 
por la humanidad renunciando al molino a brazo y luego al horno en que antaño cocía cada uno su pan. 
Comprendemos que sería más económico hacer caldo para cien familias a la vez, en lugar de encender cien 
hornillos distintos. También sabemos que hay mil maneras de preparar las patatas, pero que éstas no serían 
peores porque se cociesen en una sola marmita para cien familias a la vez. Comprendemos que consistiendo 
la variedad de la cocina sobre todo en el carácter individual del sazonamiento por cada mujer de su casa, la 
cocción en común de un quintal de patatas no impediría que cada una las sazonase a su modo. Y sabemos 
que con caldo de carne se pueden hacer cien sopas diferentes, para satisfacer cien gustos personales.
   	Sabemos todo esto, y sin embargo, afirmamos que nadie tiene derecho a forzar a la mujer de su 
casa a tomar cocidas ya las patatas en el depósito municipal, si prefiere cocerlas ella en su marmita, en su 
hogar. Y sobre todo, queremos que cada uno pueda consumir su alimento como le plazca, en el seno de la 
amistad, o en el restaurante si lo prefiere.
   	Ciertamente que surgirán grandes cocinas en vez de los restaurantes donde hoy se envenena a la 
gente. La parisiense está acostumbrada ya a comprar caldo en la carnicería para hacer una sopa a su gusto; y 
el ama de casa en Londres sabe que puede hacer asar la carne y hasta el ave con patatas en la tahona por 
pocos cuartos, economizando así tiempo y carbón. Y cuando la cocina común no sea un lugar de fraude, 
falsificación y envenenamiento, vendrá la costumbre de dirigirse a ese horno para tener preparadas las 
partes fundamentales de la comida, salvo darles el último toque cada cual a su gusto.
    	Pero hacer de ello una ley, imponerse el deber de adquirir ya cocido el alimento, sería tan repulsivo 
para el hombre del siglo XIX como las ideas de convento o de cuartel, ideas malsanas nacidas en cerebros 
pervertidos por el mando militar o deformados por una educación religiosa.
   	¿Quién tendrá derecho a los víveres comunes? Ésta será de seguro la primera cuestión que se 
plantee. Mientras los trabajos no estén organizados, mientras dure el período de efervescencia y sea 
imposible distinguir entre el holgazán perezoso y el desocupado involuntario, los alimentos disponibles 
deben ser para todos, sin excepción alguna. Los que se hayan resistido arma al brazo a la victoria popular o 
conspirado contra ella se apresuran por sí mismos a librar de su presencia al territorio insurrecto. Pero nos 
parece que el pueblo, siempre enemigo de represalias y magnánimo, partirá el pan con todos los que se 
hayan quedado en su seno, sean expropiadores o expropiados. Inspirándose en esta idea, la revolución no 
perderá nada; y cuando se reanude el trabajo, se verá a los combatientes de la víspera encontrarse juntos en 
el mismo taller.
   	-Pero al cabo de un mes faltarán los víveres -nos gritan ya los críticos.
   	-¡Mejor que mejor! -contestamos-. Eso probará que por primera vez en su vida el proletario habrá 
comido para satisfacer el hambre. En cuanto a los medios de reemplazar lo que se haya consumido, esa es 
precisamente la cuestión que vamos a desarrollar.


5

	¿Por qué medios podría proveer a su alimentación una ciudad en plena revolución social? Es 
evidente que los procedimientos a que se recurra dependerán del carácter de la revolución en las provincias, 
así como en las naciones vecinas.
	Si toda la nación, y mejor aún, Europa entera, pudiese hacer una sola vez la revolución social y 
lanzarse en pleno comunismo, se obraría en consonancia. Pero si sólo algunos municipios en Europa 
ensayan el comunismo, habrá que elegir otros procedimientos. 
 	Es muy de desear que toda Europa se levante a la vez, que en todas partes se expropie e inspiren en 
los principios comunistas. Semejante levantamiento facilitaría muchísimo la tarea de nuestro siglo. Pero 
todo induce a suponer que no sucederá así.
   	No dudamos de que la revolución abarque toda Europa. Si una de las cuatro grandes capitales del 
continente, París, Viena, Bruselas o Berlín, se levanta y derriba a su gobierno, es casi seguro que las otras 
tres harán otro tanto con pocas semanas de diferencia. También es probable que en las penínsulas ibérica e 
itálica, y hasta en Londres y Petersburgo, no se hará esperar la revolución. Pero ¿será en todas partes igual 
el carácter que adquiera? Séanos permitido el dudarlo.
    	Más que probable será que en todas partes se realicen actos de expropiación en mayor o menor 
escala, y esos actos, practicados por una de las grandes naciones europeas, ejercerán su influjo en todas las 
demás. Pero los comienzos de la revolución ofrecerán grandes diferencias locales y su desarrollo no será 
siempre idéntico en los diversos países. En 1789-1793, los labriegos franceses emplearon cuatro años en 
abolir definitivamente los derechos feudales, y los burgueses en derribar la monarquía. No lo olvidemos, y 
esperemos ver a la revolución emplear cierto tiempo en desenvolverse, y no caminar al mismo paso en 
todas partes.
   	También es dudoso, sobre todo al principio, que tome un carácter francamente socialista en todas 
las naciones europeas. Recordemos que Alemania aún está en pleno imperio autoritario y que sus partidos 
más avanzados sueñan con la república jacobina de 1848 y la «organización del trabajo» de Luis Blanc, al 
paso que el pueblo francés quiere por lo menos el municipio libre, si no es el municipio comunista.
    	Todo induce a creer que Alemania irá más lejos que Francia en la próxima revolución. Al hacer 
Francia su revolución burguesa del siglo XVII, fue más lejos que la Inglaterra del siglo XVII; al mismo 
tiempo que el poder real, abolió el poder de la aristocracia señorial, que aún es una fuerza poderosa entre 
los ingleses. Pero si Alemania va más lejos y lo hace mejor que la Francia en 1848, ciertamente la idea que 
inspire los comienzos de su revolución será la de 1848, como la idea que inspirará la revolución en Rusia 
será la de 1789, modificada hasta cierto punto por el movimiento intelectual de nuestro siglo.
   	La revolución tomará un carácter diferente en las diversas naciones de Europa; no será igual el 
nivel alcanzado con respecto a la socialización de los productos.
   	¿Se deduce de aquí que las naciones más avanzadas hayan de medir su paso por el de las naciones 
retrasadas y esperar a que la revolución comunista haya madurado en todas las naciones civilizadas? 
¡Evidentemente que no! Y aunque así se quisiera, iba a ser imposible: la historia no espera a los retrasados.
   	Por otra parte, no creemos que en un mismo país se haga la revolución con el conjunto que suenan 
algunos socialistas. Es probable que si una de las cinco o seis grandes ciudades de Francia, París, Lyon, 
Marsella, Lille, Saint Etienne, Burdeos, proclama la Comuna, las otras seguirán su ejemplo y varias 
ciudades populosas harán otro tanto. Probablemente también varias cuencas mineras y ciertos centros 
industriales no tardarán en licenciar a sus patronos y constituirse en agrupaciones libres. 
	Pero muchos pueblos rurales no han llegado aún a esto; junto a los municipios insurrectos 
permanecerán a la expectativa y continuarán viviendo bajo el régimen individualista. No viendo al alguacil 
ni al cobrador ir a reclamar los impuestos, los campesinos no serán hostiles a los insurrectos; 
aprovechándose de la situación, aguardarán para ajustarles las cuentas a los explotadores locales. Pero con 
ese espíritu práctico que caracterizó siempre a los levantamientos agrarios (recordemos la apasionada labor 
de 1782), se afanarán por cultivar la tierra, amándola tanto más cuanto que quedará libre de impuestos y de 
hipotecas.
  	En cuanto al exterior, por todas partes habrá revolución, pero con variados aspectos: acá unitaria, 
allá federalista, en todas partes más o menos socialista, pero sin uniformidad.


6

	Pero volvamos a nuestra ciudad sublevada y veamos en qué condiciones tendrá que proveer a su 
abastecimiento. ¿Dónde encontrar los víveres necesarios, si la nación entera no ha aceptado aún el 
comunismo? Tal es el problema que se plantea. 
	Elijamos una gran ciudad francesa, por ejemplo, la capital. París consume cada año millones de 
quintales de cereales, 350.000 bueyes y vacas, 200.000 terneras, 300.000 cerdos y más de 2.000.000 de 
carneros, sin contar otros animales. Además, París necesita unos 8.000.000 kilos de manteca, 172.000.000 
de huevos y todo lo demás en las mismas proporciones.
    	Las harinas y los cereales llegan de los Estados Unidos, Rusia, Hungría, Italia, Egipto y las Indias. 
El ganado de Alemania, Italia, España y hasta de Rumania y Rusia. En cuanto a los demás comestibles, no 
hay país en el mundo que no contribuya.
   	Veamos, ante todo, cómo se podría abastecer de víveres a París, o a cualquiera otra gran ciudad, 
con los productos que se cultivan en las campiñas francesas y que los agricultores sólo desean entregar al 
consumo.
   	Para los autoritarios, la cuestión no presenta ninguna dificultad. Primero crearían un gobierno 
fuertemente centralista, armado con todos los órganos de coerción: policía, ejército, guillotina. Ese 
gobierno mandaría hacer la estadística de cuanto se recolecta en Francia, dividiría el país en cierto número 
de. distritos de alimentación y ordenaría que tal alimento y en tal cantidad se transportase a tal sitio, se 
entregase tal día en tal estación, lo recibiese tal funcionario, se almacenase en tal almacén, y así 
sucesivamente.
   	Semejante estado de cosas puede soñarse con la pluma en la mano, pero en la práctica es 
materialmente imposible; sería preciso no contar con el espíritu de independencia de la humanidad. Eso 
sería la insurrección general: tres o cuatro Vendées en lugar de una, la guerra de las aldeas contra las 
ciudades. Francia entera insurreccionada contra la ciudad que osase implantar este régimen.
   	En 1793 el campo sitió por hambre a las grandes ciudades y mató la revolución. Sin embargo, está 
probado que la producción de cereales en Francia no había disminuido en 1792-1793; hasta todo induce a 
creer que había aumentado. Pero después de tomar posesión de gran parte de las tierras señoriales y de 
haber cosechado en esas tierras, los burgueses campesinos no quisieron vender su trigo por asignados. Lo 
guardaron, esperando el alza de los precios o el pago en monedas de oro. Y ni las medidas más rigurosas de 
los convencionales para obligar a los acaparadores a vender el trigo, ni las ejecuciones de pena capital, 
pudieron nada contra esa huelga. Sin embargo, sabido es que a los comisarios de la Convención se les daba 
una higa guillotinar a los acaparadores, ni al pueblo ahorcarlos de un farol, y sin embargo, el trigo 
permanecía en los almacenes y el pueblo de las ciudades pasaba hambre. 
	Pero, ¿qué les ofrecían a los cultivadores de los campos en cambio de sus rudas labores? 
¡Asignados! Unos papeluchos cuyo valor bajaba de día en día; unos billetes que marcaban quinientas libras 
en caracteres impresos, pero sin ningún valor real. Con un billete de mil libras no había para comprar un par 
de botas; y se comprende que el labriego no se conformara de ninguna manera con trocar un año de trabajo 
por un pedazo de papel que no le permitía comprarse una blusa.
	Lo que debe  ofrecerse al campesino no es papel,  sino la mercancía que necesita inmediatamente: 
la máquina de que ahora se priva con pena; el vestido que le resguarda de la intemperie; la lámpara y el 
petróleo que reemplacen su cabo de vela; la pala, la azada, el arado, en fin, todo de lo que hoy carece el 
labriego, no porque no comprenda su necesidad, sino porque en su existencia de privaciones y de labor 
extenuante, mil objetos útiles son inaccesibles para él a causa de su precio.
   	Dediquese la ciudad a producir esas cosas que le faltan al campesino, en lugar de hacer futilidades 
para adornos de las burguesas. Que las máquinas de coser de París hagan vestidos de trabajo y domingueros 
para los labriegos, en vez de equipos de novia; que la fábrica construya máquinas agrícolas, palas y arados, 
en vez de esperar a que los ingleses nos los muden a cambio de nuestro vino.
    	Envíe la ciudad a las aldeas, no comisarios con fajas rojas o multicolores para hacer saber al 
labrador el decreto de que entregue sus provisiones a tal sitio, sino que los haga visitar por amigos, por 
hermanos, para decirles: «Traednos vuestros productos, y coged en nuestros almacenes todas las cosas 
manufacturadas que os plazcan.» Y entonces afluirán de todas partes los víveres. El campesino guardará lo 
que necesite para vivir, pero enviará el resto a los trabajadores de las ciudades, en las cuales -por vez 
primera en el curso de la historia- verá hermanos y no explotadores.
   	Quizá se nos diga que esto exige una transformación completa de la industria. Ciertamente que sí, 
en ciertas ramas. Pero hay otras mil que podrán modificarse con rapidez, de modo que suministren a los 
aldeanos ropas, relojes, muebles, aperos y sencillas máquinas, que la ciudad le hace pagar tan caras en estos 
momentos. Tejedores, sastres, zapateros, quincalleros, ebanistas y tantos otros no encontrarán dificultad 
ninguna en abandonar la producción de lujo por el trabajo de utilidad. Sólo es preciso penetrarse bien de la 
necesidad de esta transformación; que ésta se considere como un acto de justicia y de progreso, que no se 
deje llevar por ese engaño, tan caro a los teóricos, de que la revolución debe limitarse a tomar posesión del 
exceso de valores, y que la producción y el comercio pueden permanecer siendo lo que son en nuestros días.
    	A nuestro parecer, ahí está todo: en ofrecer al cultivador, a cambio de sus productos, no papeles 
mojados (sea lo que quiera lo que lleven inserto), sino los mismos objetos de consumo necesarios para el 
cultivador. Si así se hace, afluirán los víveres a las ciudades. Si no se hace así, tendremos en las ciudades el 
hambre con todas sus consecuencias.


7

   	Todas las grandes ciudades compran el trigo, la harina y carne, no sólo en las provincias, sino 
también en el extranjero. De ahí envían a París las especias, el pescado y los comestibles de lujo amén de 
considerables cantidades de trigo y de carne.
	Pero en tiempo de revolución no habrá que contar para nada (o lo menos posible) con el extranjero. 
Si el trigo ruso, el arroz italiano o indio y los vinos de España y de Hungría afluyen hoy a los mercados de 
la Europa occidental, no es porque los países expedidores posean con exceso o porque broten por sí mismos 
esos productos. En Rusia el campesino trabaja hasta dieciséis horas diarias y ayuna de tres a seis meses al 
año, con el fin de exportar el trigo conque paga al señor y al Estado. Hoy se presenta la policía en las aldeas 
rusas en cuanto está entrojada la mies, y vende la última vaca, la última caballería del agricultor, por atrasos 
de contribuciones y de rentas a los señores, cuando el labrador no se presta a malvender el trigo a los 
exportadores. Tanto, que sólo guarda el trigo para nueve meses y enajena el resto con el fin de que no le 
vendan la vaca por quince pesetas. Para vivir hasta la nueva cosecha próxima, tres meses si el año es bueno 
o seis cuando ha sido malo, mezcla corteza de álamo blanco a su harina, mientras en Londres saborean los 
bizcochos hechos con su trigo.
    	Pero en cuanto venga la revolución, el labrador se guardara el pan para él y para sus hijos. Lo 
mismo harán los aldeanos italianos y húngaros, también esperamos que el indostánico aprovechará estos 
buenos ejemplos, así como los trabajadores de los Bonanzafarms en América, a menos de que estos 
dominios no estén ya desorganizados por la crisis. Así, pues, no habrá que contar con las importaciones de 
trigo y maíz procedentes del exterior.
   	Estando cimentada toda nuestra civilización burguesa en la explotación de las razas inferiores y de 
los países atrasados en la industria, el primer beneficio de la revolución será amenazar esta civilización, 
permitiendo emanciparse a las llamadas razas inferiores. Pero ese inmenso beneficio se manifestará por una 
disminución cierta y considerable de las entradas de víveres que afluyen hacia las grandes ciudades de 
Occidente.
   	Respecto al interior, es más difícil prever la marcha de los negocios. Por una parte, el cultivador se 
aprovechará seguramente de la revolución para enderezar su espalda encorvada sobre el suelo. En vez de las 
catorce o dieciséis horas que trabaja hoy, tendrá razón para no trabajar sino la mitad, lo que supondrá un 
descenso en la producción de los principales víveres: el trigo y la carne.
   	Pero, por otra parte, habrá aumento de producción en cuanto el cultivador ya no se vea obligado a 
trabajar para mantener gandules. Se roturarán nuevos terrenos, se pondrán en marcha máquinas más 
perfectas. «Jamás hubo labor tan vigorosa como la de 1792, cuando el campesino hubo recobrado de los 
señores la tierra que desde tanto tiempo apetecía», dice Michelet hablando de la gran revolución.
   	Dentro de poco será accesible a cada agricultor el cultivo intensivo, cuando se ponga al alcance de 
la comunidad la maquinaria perfeccionada y los abonos químicos. Pero todo induce a creer que en un 
principio podrá disminuir la producción agrícola en Francia y fuera de ella.
    	Es preciso que las grandes ciudades cultiven la tierra, como lo hacen los pueblos rurales. Hay que 
venir a parar a lo que la biología llamaría la «integración de las funciones». Después de haber dividido el 
trabajo, es preciso integrar: tal es la marcha seguida por toda la naturaleza.
    	Tierra no falta. Alrededor de las grandes ciudades existen los parques y jardines de los señores, 
millones de hectáreas que sólo esperan el trabajo inteligente del cultivador para rodear, por ejemplo, a París 
de llanuras mucho más fértiles y productivas que las estepas cubiertas de mantillo, pero desecadas por el sol 
del sur de Rusia.
   	¡Brazos! ¿A qué queréis que se dediquen los dos millones de parisienses del uno y del otro sexo 
cuando ya no tengan que revestir y recrear a los príncipes rusos, a los boyardos romanos y a las señoras de 
la banca de Berlín?
    	Disponiendo de toda la maquinaria del siglo, de la inteligencia y del conocimiento técnico del 
trabajador, hecho al uso de la herramienta perfeccionada: teniendo a su servicio los inventores, los químicos 
y los botánicos, los profesores del Jardín de Plantas, los hortelanos de Gennevillers, así como los 
instrumentos necesarios para multiplicar las máquinas y ensayar otras nuevas; teniendo, por último, el 
espíritu organizador del pueblo de París, su buen humor, su arranque, la agricultura del municipio 
anarquista de París será muy diferente que la de los cavadores de Ardennes.
    	Pronto se echaría mano del vapor, de la electricidad, del calor solar y de la fuerza del viento. La 
cavadora y la despedregadora de vapor harían con rapidez lo más duro del trabajo de preparación, y la 
tierra, ablandada y enriquecida, no esperaría más que los cuidados inteligentes del hombre, y sobre todo de 
la mujer, para cubrirse de plantas bien cuidadas, que se renovarían tres o cuatro veces al año.
  	Aprendiendo la horticultura con los hombres del oficio; ensayando en parcelas reservadas los 
diversos medios de cultivo; rivalizando unos con otros para perseguir las mejores cosechas; hallando en el 
ejercicio físico, sin cansancio ni trabajos excesivos, las fuerzas que tan a menudo faltan en las grandes 
ciudades, hombres, mujeres y niños estarían satisfechos de aplicarse a las labores del campo, que cesarán de 
ser un trabajo de presidiario y se convertirán en un placer, en una fiesta, en una primavera del ser humano.
    	«¡No hay tierras estériles! ¡La tierra vale lo que valga el hombre!» He aquí la última palabra de la 
agricultura moderna. La tierra da lo que le piden; sólo se trata de pedir con inteligencia.
   	Un territorio -aunque sea tan pequeño como los dos departamentos del Sería y del Sería y Oise, y 
tenga que alimentar a una gran ciudad como París- bastaría prácticamente para llenar los vacíos que en 
torno suyo pudiera hacer la revolución. La combinación de la agricultura con la industria, el hombre 
agricultor e industrial al mismo tiempo: a esto nos conducirá necesariamente el municipio comunista, si se 
lanza con valentía por el camino de la expropiación.