El común acuerdo libre


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   	Habituados como estamos por hereditarios prejuicios, por una educación y una instrucción 
absolutamente falsas, a no ver en todas partes más que gobierno, legislación y magistratura, llegamos a 
creer que los hombres iban a destrozarse unos a otros como fieras el día en que el polizonte no estuviese 
con los ojos puestos en nosotros, y que sobrevendría el caos si la autoridad desapareciera. Y sin advertirlo, 
pasamos junto a mil agrupaciones humanas que se constituyen libremente, sin ninguna intervención de la 
ley, y que logran realizar cosas infinitamente superiores a las que se realizan bajo la tutela gubernamental.
    	Trescientos cincuenta millones de europeos se aman o se odian, trabajan o viven de sus rentas, 
sufren o gozan. Pero su vida y sus hechos (aparte de la literatura, del teatro y del deporte), permanecen 
ignorados para los periódicos si no han intervenido de una manera u otra los gobiernos.
   	Lo mismo sucede con la historia. Conocemos los menores detalles de la vida de un rey o de un 
parlamento; nos han conservado todos los discursos, buenos y malos, pronunciados en esos mentideros, 
«discursos que jamás han influido en el voto de un solo miembro», como decía un parlamentario veterano. 
Las visitas de los reyes, el buen o mal humor de los politicastros, sus juegos de palabras y sus intrigas, todo 
eso se ha guardado con sumo cuidado para la posteridad. Pero nos cuesta las mayores fatigas del mundo 
reconstituir la vida de una ciudad de la Edad Media, conocer el mecanismo de ese inmenso comercio de 
cambio que se realizaba entre las ciudades anseáticas o saber cómo edificó su catedral la ciudad de Rouen. 
Si algún sabio ha dedicado su vida a estudiarlo, sus obras quedan desconocidas, y las historias 
«parlamentarias», es decir, falsas, puesto que no hablan sino de un solo aspecto de la vida de las sociedades, 
se multiplican, se compran y venden, se enseñan en las escuelas.
   	Y nosotros, ¡ni siquiera advertimos la prodigiosa tarea que lleva a cabo diariamente la agrupación 
espontánea de los hombres, y que constituye la obra capital de nuestro siglo! Es de plena evidencia que en 
la actual sociedad, basada en la propiedad individual, es decir, en la expoliación y en el individualismo, 
corto de alcances y por tanto estúpido, los hechos de este género son por necesidad limitados; en ella, el 
común acuerdo no es perfectamente libre, y a menudo funciona para un fin mezquino, cuando no execrable.
   	Pero lo que nos importa no es hallar ejemplos que seguir a ciegas, y que tampoco podría 
suministrarnos la sociedad actual. Lo que nos hace falta es destacar que, a pesar del individualismo 
autoritario que nos asfixia, hay siempre en el conjunto de nuestra vida una parte muy vasta donde no se obra 
más que por libre acuerdo común, y que es mucho más fácil de lo que se cree pasarse sin gobierno.
    	Sabido es que Europa posee una red de vías férreas de 280.900 kilómetros, y que por esa red se 
puede circular hoy sin detenciones y hasta sin cambiar de vagón (cuando se viaja en tren expreso) de Norte 
a Sur, de Poniente a Levante, de Madrid a Petersburgo y de Calais a Constantinopla. Y aún hay más: un 
bulto depositado en una estación ferroviaria irá a poder del destinatario, así esté en Turquía o en el Asia 
Central, sin más formalidad por parte del remitente que la de escribir el punto de destine en un pedazo de 
papel.
    	Este resultado podía obtenerse de dos maneras. Un Napoleón, un Bismarck, un potentado 
cualquiera, conquistar Europa, y desde París, Berlín o Roma trazar en el mapa la dirección de las vías 
férreas y regular la marcha de los trenes. El idiota coronado de Nicolás I soñó hacerlo así. Cuando le 
presentaron proyectos de caminos de hierro entre Moscú y Petersburgo, cogió una regla y tiró en el mapa de 
Rusia una línea recta entre sus dos capitales, diciendo: «He aquí el trazado». Y el camino se hizo en línea 
recta, apilando profundas torrenteras y elevando puentes vertiginosos, que fue preciso abandonar al cabo de 
algunos años, costando el kilómetro, por término medio, dos o tres millones de pesetas. 
	Este es uno de los medios; pero en otras partes se ha hecho de otra forma. Los ferrocarriles se han 
construido a ramales, enlazándose luego éstos entre si, y después, las cien diversas compañías propietarias 
de esos ramales han tratado de concertarse para hacer concordar sus trenes a la llegada y a la salida y para 
hacer circular por sus carriles coches de todas procedencias, sin descargar las mercancías al pasar de una 
red a otra.
   	Todo esto se ha hecho de común acuerdo libre, cruzándose cartas y propuestas, por medio de 
congresos adonde iban los delegados a discutir tal o cual cuestión especial o a legislar; y después de los 
congresos, los delegados regresaban sus compañías, no con una ley, sino con un proyecto de contrato para 
ratificarlo o desecharlo.
    	Esta inmensa red de ferrocarriles enlazados entre sí, y ese prodigioso tráfico a que dan lugar, 
constituyen de cierto el rasgo más asombroso de nuestro siglo y se deben al convenio libre. Si hace 
cincuenta años alguien lo hubiera previsto y predicho, nuestros abuelos le hubiesen creído loco o imbécil, y 
habrían exclamado: «¡Nunca lograréis que se entiendan cien compañías de accionistas! Eso es una utopía, 
eso es un cuento de hadas que nos contáis. Sólo podía imponerlo un gobierno central, con un director de 
bríos.»
    	Pues bien; lo más interesante de esa organización es ¡que no hay ningún gobierno centra europeo 
de los ferrocarriles!
   	¡Nada! ¡No hay ministro de los caminos de hierro, no hay dictador, ni siquiera un parlamento 
continental, ni aun una junta directiva! Todo se hace por contrato.
    	Pero, ¿cómo pueden pasarse sin todo eso los ferrocarriles de Europa? ¿Cómo logran hacer viajar a 
millones de viajeros y montañas de mercancías a través de todo un continente? Si las compañías 
propietarias de los caminos de hierro han podido entenderse, ¿por qué no se habían de concertar de igual 
modo los trabajadores al incautarse de las lineas férreas? Y si la compañía de Petersburgo a Varsovia y la 
de París a Belfort pueden obrar de concierto sin permitirse el lujo de crear un gerente de ambas a un tiempo, 
¿por qué en el seno de nuestras sociedades, constituida cada una de ellas por un grupo de trabajadores 
libres, habría necesidad de un gobierno?


2

    	Estos ejemplos tienen su lado defectuoso, porque es imposible citar una sola organización exenta 
de la explotación del débil por el fuerte, del pobre por el rico. Por eso los estadistas no dejarán de 
decirnos, de seguro, con la lógica que los distingue: «¡Ya veis que la intervención del Estado es necesaria 
para poner fin a esa explotación!»
    	Sólo que, olvidando las lecciones de la historia, no nos dirán hasta qué punto ha contribuido el 
Estado mismo a agravar tal situación, creando el proletariado y entregándolo a los explotadores. Y 
olvidarán también decirnos si es posible acabar con la explotación en tanto que sus causas primeras -el 
capital individual y la miseria, creada artificialmente en sus dos tercios por el Estado- continúen existiendo.
   	A propósito del completo acuerdo entre las compañías ferroviarias, es de prever que nos digan: 
«¿No veis cómo las compañías de ferrocarriles estrujan y maltratan a sus empleados y a los viajeros? 
¡Preciso es que intervenga el Estado para proteger al público!» Pero hemos dicho y repetido hartas veces 
que mientras haya capitalistas se perpetuarán esos abusos de poder. Precisamente el Estado, el pretendido 
bienhechor, es quien ha dado a las compañías ese terrible poderío de que hoy gozan. ¿No ha creado las 
concesiones, las garantías? ¿No ha enviado sus tropas contra los empleados de los caminos de hierro 
huelguistas? Y al principio (eso aún se ve en Rusia), ¿no ha extendido el privilegio hasta el punto de 
prohibir a la prensa el mencionar los desastres ferroviarios para no depreciar las acciones de que salía 
garante? ¿No ha favorecido, en efecto, el monopolio que ha consagrado «reyes de la época» a los 
Vanderbilt como a los Polyakoff, a los directores del París-lyon-Mediterráneo y a los del San Gotardo?
   	Así, pues, si ponemos como ejemplo el tácito acuerdo establecido entre las compañías de 
ferrocarriles, no es como un ideal de gobierno económico, ni aun como un ideal de organización técnica. Es 
para demostrar que si capitalistas sin más propósito que el de aumentar sus rentas a costa de todo el mundo, 
pueden conseguir explotar las vías férreas sin fundar para eso una oficina internacional, ¿no podrán hacer lo 
mismo, y aun mejor, sociedades de trabajadores, sin nombrar un ministerio de los caminos de hierro 
europeos?   
	Pudiera también decírsenos que el común acuerdo de que hablamos no es enteramente libre: que 
las grandes compañías imponen su ley a las pequeñas. Pudieran citarse, por ejemplo, tal rica compañía que 
obliga a los viajeros de Berlín a Basilea a pasar por Colonia y Francfort, en vez de seguir el camino de 
Leipzig; tal otra que impone a las mercancías rodeos de cien y doscientos kilómetros (en largos trayectos) 
para favorecer a poderosos accionistas; en fin, tal otra que arruina líneas secundarias. En los Estados 
Unidos, viajeros y mercancías se ven algunas veces obligados a seguir inverosímiles trazados, para que 
afluyan los dólares al bolsillo de un Vanderbilt.
  	Nuestra respuesta será la misma. Mientras exista el capital, siempre podrá oprimir el grande al 
pequeño. Pero la opresión no sólo resulta del capital. Merced, sobre todo, al sostén del Estado, al monopolio 
que el Estado crea en su favor, es como ciertas grandes compañías oprimen a las pequeñas.
 	Marx ha demostrado muy bien cómo la legislación inglesa ha hecho todo lo posible para arruinar la 
pequeña industria, reducir al campesino a la miseria y proporcionar a los grandes industriales batallones de 
famélicos, forzados a trabajar por cualquier salario. Exactamente lo mismo sucede con la legislación 
relativa a los caminos de hierro. Líneas estratégicas, líneas subvencionadas, líneas monopolizadoras del 
correo internacional: todo se ha puesto en juego a beneficio de los peces gordos del agiotismo. Cuando 
Rosthchild -acreedor de todos los Estados europeos- compromete su capital en determinado camino de 
hierro, sus fieles vasallos, los ministros, se las arreglarán para hacerle ganar aún más.
   	En los Estados Unidos -esa democracia que los autoritarios nos proponen algunas veces por ideal- 
mézclase el fraude más escandaloso en todo lo concerniente a ferrocarriles. Si tal o cual compañía mata a 
sus competidores con una tarifa muy baja, es porque se compensa por otra parte con los terrenos que, 
mediante propinas, le ha concedido el Estado.
    	También aquí el Estado duplica, centuplica la fuerza del gran capital. Y cuando vemos a los 
sindicatos de ferrocarriles (otro producto del común acuerdo libre) conseguir algunas veces proteger a las 
pequeñas compañías contra las grandes, no nos queda más que asombrarnos de la fuerza intrínseca del 
convenio libre, a pesar de la omnipotencia del gran capital con el auxilio del Estado.
    	En efecto, las pequeñas compañías viven a pesar de la parcialidad del Estado; y si en Francia -país 
de centralización- no vemos más que cinco o seis grandes compañías, en la Gran Bretaña se cuentan más de 
ciento diez, que se entienden a las mil maravillas, y con seguridad están mejor organizadas, para el rápido 
transporte de mercancías y viajeros que los ferrocarriles franceses y alemanes.
    	Además, no es ésa la cuestión. El gran capital, favorecido por el Estado, puede siempre aplastar al 
pequeño, si le tiene cuenta. Lo que nos ocupa es esto: el común acuerdo entre los centenares de 
compañías ferroviarias a las que pertenecen los caminos de hierro de Europa se ha establecido 
directamente, sin la intervención de un gobierno central que imponga la ley a las diversas 
sociedades, sino que se ha mantenido por medio de congresos compuestos de delegados que discuten entre 
si y someten a sus comitentes proyectos y no leyes. Este es un principio nuevo, que difiere por completo 
del principio gubernamental, monárquico o republicano, absoluto o parlamentario. Es una innovación que 
se introduce, aún con timidez, en las costumbres de Europa; pero el porvenir es suyo.


3

	Muchas veces hemos leído en los escritos de los socialistas de Estado exclamaciones por este 
estilo: «¿Y quién se encargará en la sociedad futura de regularizar el tráfico en los canales? Si a uno de 
vuestros compañeros anarquistas se le pasase por la cabeza atravesar su barca en un canal e impedir el 
tránsito a millares de barcas, quién le haría entrar en razón?»
   	Confesamos que la suposición es un poco caprichosa. Pero se podría añadir: «Y si, por ejemplo, tal 
o cual municipio o grupo voluntario quisieran hacer pasar sus barcas antes que las otras, dificultarían el 
paso del canal para acarrear tal vez piedras, mientras que el trigo destinado a otro municipio se quedaría en 
la estacada. ¿Quién regularizaría, pues, la marcha de las barcas, a no ser el gobierno?»
   	Sabido es lo que son los canales en Holanda: constituyen sus caminos. También se cabe el tráfico 
que se hace por esos canales. Lo que se transporta entre nosotros por una carretera o un ferrocarril, se 
transporta en Holanda por los canales. Allá es donde habría que andar a golpes para hacer pasar sus barcas 
antes que las otras. ¡Allá tendría que intervenir el gobierno para poner orden en el tráfico!
    	Pues bien, no. Más prácticos, los holandeses, desde hace largo tiempo han sabido arreglárselas de 
otro modo, creando ghildas, sindicatos de barqueros, asociaciones libres, hijas de las necesidades mismas 
de la navegación. El paso de las barcas se hacía según cierto orden de inscripción, siguiéndose unas a otras 
por turno, sin adelantarse, so pena de verse excluidas del sindicato. Ninguna se estacionaba más de cierto 
número de días en los puertos de embarque, y si en ese tiempo no hallaba mercancías que transportar, tanto 
peor para ella: salía de vacío y dejaba el puesto a las recién venidas. Evitábase así la aglomeración, aun 
cuando quedase intacta la competencia entre los empresarios, consecuencia de la propiedad individual. 
Suprimid ésta, y el común acuerdo sería mas cordial aún, más equitativo para todos.
    	Por supuesto, el propietario de cada barca podía adherise o no al sindicato: eso era asunto suyo, 
pero la mayoría preferían afiliarse. Los sindicatos presentan además tan grandes ventajas, que se han 
difundido por el Rin, el Weser y el Oder, hasta Berlín. Los barqueros no han esperado a que el gran 
Bismarck haga la anexión de la Holanda a la Alemania y nombre un Ober Haupt General-Stats 
Canal-Navigations-Rath con un número de galones correspondiente a la longitud de su título. Han 
preferido concertarse internacionalmente. Y aún más. Gran número de barcos de vela que prestan servicio 
entre los puertos alemanes y los de Escandinavia, así como los de Rusia, se han adherido también a esos 
sindicatos, con el fin de establecer cierta armonía en el cruce de los barcos. Habiendo surgido libremente 
tales asociaciones y siendo voluntaria la adhesión a ellas, no tienen que ver nada con los gobiernos.
    	Es posible, es muy probable en todo caso, que también aquí el gran capital oprima al pequeño. 
Puede ser también que el sindicato tenga tendencias a erigirse en monopolio, sobre todo con el precioso 
patronato del Estado, que no dejará de mezclarse en ello. Sólo que no olvidemos que esos sindicatos 
representan una asociación cuyos miembros no tienen más que intereses personales; pero si cada armador se 
viese obligado, por la socialización de la producción, del consumo y del cambio, a formar parte de otra, 
cien asociaciones precisas para cubrir sus necesidades, cambiarían de aspecto las cosas. Poderoso en el agua 
el grupo de los bateleros, sentiríase débil en tierra firme y moderaría sus pretensiones, para concertarse con 
los ferrocarriles, las manufacturas y otros grupos. 
	Puesto que hablamos de buques y barcas, citemos una de las más hermosas organizaciones que han 
surgido en nuestro siglo, una de aquellas que con más justos títulos pueden enorgullecernos: es la 
asociación inglesa de Salvamento de náufragos (Lifebotat Associations).
	Sabido es que todos los años van a estrellarse más de mil buques en las costas de Inglaterra. En alta 
mar, un buen barco rara vez teme la tempestad. Junto a las costas le aguardan los peligros: mar agitado que 
le rompe el codastre, rachas de viento que le arrebatan mástiles y velas, corrientes que le hacen 
ingobernable, arrecifes y bajíos sobre los cuales va a encallar.
	Incluso cuando en otros tiempos los habitantes de las costas encendían fogatas para atraer a los 
buques hacia los escollos y apoderarse de su cargamento, según costumbre, siempre han hecho todo lo 
posible para salvar a las tripulaciones. Al ver a un buque en mal trance, lanzaban sus cáscaras de nuez y 
dirigíanse en socorro de los náufragos, para encontrar muy a menudo ellos mismos la muerte entre las olas. 
Cada choza a orilla del mar tiene sus leyendas del heroísmo, desplegado por la mujer igual que por el 
hombre, para salvar a las tripulaciones en vías de perderse.
 	El Estado y los sabios han hecho alguna cosa para disminuir el número de los siniestros. Los faros, 
las señales, los mapas, las advertencias meteorológicas lo han reducido, ciertamente, mucho. Pero siempre 
quedan cada año un millar de embarcaciones y muchos miles de vidas humanas que salvar.
 	Por eso, algunos hombres de buena voluntad pusieron manos a la obra. Buenos marinos, ellos 
mismos imaginaron un bote de salvamento que pudiese desafiar a la tormenta sin ponerse por montera ni 
irse a pique, e iniciaron alguna campana para interesar al público en la empresa, encontrar el dinero 
necesario, construir barcos y situarlos en las costas, en todas partes donde puedan prestar servicios.
    	Como esas gentes no eran jacobinos, no se dirigieron al gobierno. Habían comprendido que para 
realizar bien su empresa les era necesario el concurso, el entusiasmo de los marinos, su conocimiento de los 
lugares, su abnegación sobre todo. Y para encontrar hombres que a la primera señal se lancen de noche al 
caos de las olas, sin dejarse detener por las tinieblas ni por los rompientes, y luchando cinco, seis, diez 
horas, contra el oleaje antes de abordar al buque náufrago, hombres dispuestos a jugarse la vida para salvar 
la de los demás, se necesita el sentimiento de solidaridad, el espíritu de sacrificio que no se compra con 
galones.
   	Así, pues, hubo un movimiento enteramente espontáneo, producto del convenio libre y de la 
iniciativa individual. Centenares de grupos locales se organizaron a lo largo de las costas. Los iniciadores 
tuvieron el buen sentido de no echárselas de maestros, buscaron luces en las chozas de los pescadores. Un 
lord envió veinticinco mil pesetas para construir un bote de salvamento a un determinado pueblo de la 
costa; aceptóse el donativo, pero dejando a elección de los pescadores y marinos de aquella localidad el 
sitio dónde había de situarse el bote.
   	Los pianos de las nuevas embarcaciones no se hicieron en el Almirantazgo. «Puesto que importa -
leemos en el informe de la Asociación- que los salvadores tengan plena confianza en la embarcación que 
tripulan, la junta se impone ante todo el deber de dar a los botes la forma y los pertrechos que puedan 
desear los propios salvadores.» Por eso cada año introduce un perfeccionamiento nuevo.
    	¡Todo por los voluntarios, que se organizan en juntas o grupos locales! ¡Todo por la ayuda mutua y 
por el común acuerdo! ¡Qué anarquistas! Por eso no piden nada a los contribuyentes, y el año pasado se les 
dieron 1.076.000 pesetas de cuotas voluntarias y espontáneas.
   	En 1871 la Asociación poseía doscientos noventa y tres botes de salvamento. Ese mismo año salvó 
seiscientos un náufragos y treinta y tres buques. Desde su fundación ha salvado treinta y dos mil seiscientos 
setenta y un seres humanos.
    	Habiendo perecido en 1886 entre las olas tres botes de salvamento con todos sus hombres, 
presentáronse centenares de nuevos voluntarios a inscríbirse, a constituirse en grupos locales, y esa 
agitación dio por resultado el que se construyeran veinte botes suplementarios.
   	Advirtamos de paso que la Asociación envía cada año a los pescadores y marinos excelentes 
barómetros a un precio tres veces menor que su valor real, propaga los conocimientos meteorológicos y 
tiene a los interesados al corriente de las variaciones bruscas previstas por los sabios.
	Repetimos que las pequeñas juntas o grupos locales no tienen organización jerárquica y se 
componen únicamente de voluntarios para el salvamento y de personas que se interesan por esa obra. La 
junta central, que es más bien un centro de correspondencia, no interviene en absoluto. Verdad es que 
cuando en el municipio se trata de votar acerca de un asunto de educación o de impuesto local, esas juntas 
no toman parte como tales en las deliberaciones -modestia que, por desgracia, no imitan los elegidos de un 
ayuntamiento-. Pero; por otra parte, esas buenas gentes no admiten que quienes no han arrostrado nunca las 
tormentas, les impongan leyes acerca del salvamento. A la primera señal de apuro, acuden, se conciertan y 
echan adelante. Nada de galones, mucha buena voluntad.
   	Imaginaos que alguien os hubiese dicho hace veinticinco años: «Tan capaz como es el Estado para 
hacer matar veinte mil hombres en un día y que salgan heridos otros cincuenta mil, es incapaz para prestar 
socorro a sus propias víctimas. Por tanto, mientras exista la guerra, hace falta que intervenga la iniciativa 
privada y que los hombres de buena voluntad se organicen internacionalmente para esa obra humanitaria.»
   	¡Qué diluvio de burlas hubiese llovido sobre quien hubiera osado emplear este lenguaje! En primer 
término, le hubieran tratado de utópico, y si después se hubiese dignado abrir la boca, le hubieran 
respondido: «Precisamente faltarán voluntarios allí donde más se deje sentir su necesidad. Vuestros 
hospitales libres estarán todos centralizados en sitio seguro, al paso que se carecerá de lo indispensable en 
las ambulancias. Las rivalidades nacionales se las arreglarán de modo que los pobres soldados morirán sin 
socorro». Tantos oradores, otras tantas reflexiones de desaliento. ¡Quién de nosotros no ha oído perorar en 
ese tono!
   	Pues bien; ya sabemos lo que pasa. Se han organizado libremente sociedades de la Cruz Roja en 
todas partes, en cada país, en miles de localidades, y al estallar la guerra de 1870-71, los voluntarios 
pusiéronse a la obra. Hombres y mujeres acudieron a ofrecer sus servicios. Organizáronse a millares los 
hospitales y las ambulancias, corrieron trenes a llevar ambulancias, víveres, ropas, medicamentos para los 
heridos. Las comisiones inglesas enviaron convoyes enteros de alimentos, vestidos, herramientas, grano 
para sembrar, animales de tiro, ¡hasta arados de vapor para ayudar a la labranza de los departamentos 
asolados por la guerra! Consultad tan sólo La Cruz Roja, por Gustavo Moynier, y os asombrará realmente 
lo inmenso de la tarea llevada a cabo.
   	La abnegación de los voluntarios de la Cruz Roja ha sido superior a todo encomio. Sólo pedían 
ocupar los puestos da mayor peligro. Y al paso que los médicos asalariados por el Estado huían con su 
estado mayor al aproximarse los prusianos, los voluntarios de la Cruz Roja continuaban sus faenas bajo las 
balas, soportando las brutalidades de los oficiales bismarckistas y napoleónicos, prodigando los mismos 
cuidados a los heridos de todas las nacionalidades: holandeses e italianos, suecos y belgas; hasta japoneses 
y chinos, entendíanse a las mil maravillas. Distribuían sus hospitales y ambulancias según las necesidades 
del momento; sobre todo rivalizaban en la higiene de sus hospitales. ¡Cuántos franceses hablan aún con 
profunda gratitud de los tiernos cuidados que recibieron por parte de tal o cual voluntario, holandés o 
alemán, en las ambulancias de la Cruz Roja! 
	¡Qué le importa al autoritario! Su ideal es el médico del regimiento, el asalariado del Estado. ¡Al 
diablo, pues, la Cruz Roja con sus hospitales higiénicos, si los enfermeros no son funcionarios!
	He aquí una organización nacida ayer y que cuenta en este momento sus miembros por centenas de 
millar; que posee ambulancias, hospitales, trenes, elabora procedimientos nuevos para tratar las heridas, y 
que se debe a la iniciativa de unos cuantos hombres de corazón.
   	¿Se nos dirá tal vez que los Estados también suponen algo en esa organización? Sí; los Estados han 
puesto la mano para apoderarse de ella. Las juntas directivas están presididas por esos a quienes los lacayos 
llaman príncipes de sangre real. Emperadores y reinas prodigan su patronato a las juntas nacionales. Pero no 
es a ese patronazgo a lo que se debe el triunfo de la organización, sino a las mil juntas locales de cada 
nación, a la actividad de sus individuos, a la abnegación de todos los que tratan de aliviar a las víctimas de 
la guerra. ¡Y aún sería mucho mayor esa abnegación si el Estado no interviniese absolutamente en nada!
	En todo caso, no fue por órdenes de ninguna junta directiva internacional por lo que ingleses y 
japoneses, suecos y chinos se apresuraron a enviar socorros a los heridos de 1871. Los hospitales se 
levantaban en el territorio invadido, y las ambulancias iban a los campos de batalla, no por órdenes de 
ningún ministerio internacional, sino por iniciativa de los voluntarios de cada país. Una vez en el sitio, no 
se tiraron de las greñas, como preveían los jacobinos: todos se pusieron a la obra, sin distinción de 
nacionalidades.
   	No acabaríamos si quisiéramos multiplicar los ejemplos tomados del arte de exterminar a los 
hombres. Bástenos solamente citar las sociedades innumerables a que sobre todo debe el ejército alemán su 
fuerza, que no depende sólo de su disciplina, como en general se cree. Esas sociedades pululan en Alemania 
y tienen por objetivo propagar los conocimientos militares. En uno de los últimos congresos de la Alianza 
militar alemana (Kriegerbund) se han visto delegados de dos mil cuatrocientas cincuenta y dos 
sociedades federadas entre sí, con ciento cincuenta y un mil setecientos doce miembros.
    	Sociedades de tiro, de juegos militares, de juegos estratégicos, de estudios topográficos: he aquí los 
talleres donde se elaboran los conocimientos técnicos del ejército alemán, y no en las escuelas de 
regimiento. Es una red formidable de sociedades de todas clases, que engloban militares y paisanos, 
geógrafos y gimnastas, cazadores y técnicos; sociedades que espontáneamente se organizan, se federan; 
discuten y van a hacer exploraciones al campo. Estas asociaciones voluntarias y libres son las que 
constituyen la verdadera fuerza del ejército alemán.
    	Su objetivo es detestable: el sostenimiento del imperio. Pero lo que nos importa registrar es que el 
Estado -a pesar de su grandísima misión, que es la organización militar- ha comprendido que su 
desarrollo seria tanto más cierto cuanto más se abandone al libre acuerdo de los grupos y a la libre iniciativa 
de los individuos.
    	Hasta en materia guerrera se recurre al libre acuerdo común, y para confirmar nuestro aserto, baste 
mencionar los trescientos mil voluntarios ingleses, la Asociación nacional inglesa de Artillería y la sociedad 
que; está organizándose para la defensa de las costas de Inglaterra, que si se constituye será mucho más 
activa que el ministerio de Marina con sus acorazados que dan orzadas, y sus bayonetas que se doblan como 
plomo.
   	En todas partes abdica el Estado, abandona sus funciones sacrosantas a los particulares. En todas 
partes se apodera de sus dominios la organización libre. Pero todos los hechos que acabamos de citar apenas 
permiten entrever lo que el común acuerdo libre nos reserva en lo venidero, cuando ya no haya Estado.