La descentralización de las industrias

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Al concluir las guerras napoleónicas, Inglaterra casi había conseguido arruinar la gran industria que nacía en Francia a fines del siglo pasado. Quedaba dueña de los mares y sin serios competidores. Se aprovechó de eso para constituir un monopolio industrial, e imponiendo a las naciones vecinas sus precios para las mercancías que ella sola podía fabricar, amontonó riquezas sobre riquezas y supo sacar partido de esa situación privilegiada y de todas sus ventajas.

Así, Francia ya no es tributaria de Inglaterra. A su vez ha tratado de monopolizar ciertas ramas del comercio exterior, tales como las sederías y la confección; de ello ha obtenido inmensos beneficios, pero está a punto de perder para siempre ese monopolio, como Inglaterra está a punto de perder para siempre el monopolio de los tejidos y hasta de los hilados de algodón.

Marchando hacia Oriente, la industria se ha detenido en Alemania. Hace treinta años, Alemania era tributaria de Inglaterra y de Francia en la mayor parte de los productos de la gran industria: Ya no sucede eso en nuestros días. En el curso de los últimos veinticinco. años, y sobre todo después de la guerra, Alemania ha reformado totalmente su industria. Las nuevas fábricas poseen las mejores máquinas; las más recientes modas del arte industrial en Manchester para las telas de algodón, o en Lyon para los tejidos de seda, etcétera, se han realizado en las nuevas fábricas alemanas. Si ha sido precisas dos o tres generaciones de trabajadores para encontrar la maquinaria moderna en Lyon o en Manchester, Alemania la toma perfeccionada del todo. Las escuelas técnicas, adecuadas a las necesidades de la industria, suministran a los manufactureros un ejército de operarios inteligentes, de ingenieros prácticos, que saben trabajar con las manos y con la cabeza. La industria alemana comienza en el punto preciso adonde han llegado Manchester y Lyon, después de cincuenta años de esfuerzos, de ensayos y de tanteos.

De ahí resulta que Alemania, haciéndolo todo tan bien en su casa, disminuye de año en año sus importaciones de Francia y de Inglaterra. Ya es su rival para la exportación en Asia y en África, y aún más en los mismos mercados de Londres y de París. Las gentes cortas de vista pueden vociferar contra el tratado de Francfort, pueden explicar la competencia alemana por pequeñas diferencias de tarifas de ferrocarriles. Pueden decir que el alemán trabaja por nada, deteniéndose en las pequeñeces de cada cuestión y olvidando los grandes hechos históricos. Pero no es menos cierto que la gran industria -antes privilegio de Inglaterra y Francia- ha dado un paso hacia Oriente. Ha encontrado en Alemania un país joven, llenos de fuerza, y una burguesía inteligente, ávida de enriquecerse a su vez con el comercio exterior. Mientras Alemania se emancipaba de la tutela inglesa y francesa y fabricaba ella misma sus tejidos de algodón, sus telas, sus máquinas, en una palabra, todos los productos manufacturados; la gran industria se implantaba a su vez en Rusia, donde el desarrollo de las manufacturas es tanto más asombroso cuanto que han nacido ayer.

En la época de la abolición de la servidumbre, en 1861, Rusia no tenía casi industria. Todas las máquinas, los raíles, las locomotoras, las telas de lujo que necesitaba, le venían de Occidente. Veinte años más tarde, poseía ya más de ochenta y cinco mil manufacturas, y las mercancías producidas por ella habían cuadruplicado de valor.

Las antiguas herramientas han sido reemplazadas por completo. Casi todo el acero empleado hoy, los tres cuartos del hierro, los dos tercios del carbón, todas las locomotoras, todos los vagones, todos los carriles, casi todos los buques de vapor se han hecho en Rusia.

De país condenado -según decían los economistas- a continuar siendo agrícola, Rusia se ha convertido en un país industrial. No pide casi nada a Inglaterra, muy poco a Alemania.

Los economistas hacen responsables de estos hechos a las aduanas, pero los productos manufacturados en Rusia se venden al mismo precio que los ingleses en Londres. Como el capital no conoce patria, los capitalistas alemanes e ingleses, seguidos de ingenieros y contramaestres de sus naciones, han implantado en Rusia y en Polonia manufacturas que rivalizan con las mejores manufacturas inglesas, por la excelencia de los productos. Abolidas mañana las aduanas, las manufacturas sólo ganarán con ello. En este mismo momento los ingenieros británicos están en vías de dar el golpe de gracia a las importaciones de paños y lanas de Occidente: montan en el mediodía de Rusia inmensas manufacturas de lana, con las máquinas más perfectas de Brahford, y dentro de diez años Rusia ya no importará más que algunas piezas de paños ingleses y lanas francesas, como muestras.

La gran industria no sólo marcha hacia Oriente; también se extiende por las penínsulas del Sur. La exposición de Turín mostró ya en 1884 los progresos de la industria italiana, y no nos dejemos engañar: el odio entre las dos burguesías, francesa e italiana, no tiene más origen que su rivalidad industrial. Italia se emancipa de la tutela francesa y compite con los comerciantes franceses en la cuenca mediterránea y en Oriente. Por eso, y no por otra cosa, correrá un día la sangre en la frontera italiana, a menos que la revolución no ahorre esa sangre preciosa.

También pudiéramos mencionar los rápidos progresos de España en la senda de la gran industria. Pero fijémonos más bien en el Brasil. ¿No le habían condenado los economistas a cultivar para siempre el algodón, exportarlo en bruto y recibir a cambio tejidos de algodón importados? En efecto, hace veinte años el Brasil no tenía sino nueve míseras manufacturas de algodón, con trescientos ochenta y cinco husillos. Hoy tiene cuarenta y seis; cinco de ellas poseen cuarenta mil husillos y echan al mercado treinta millones de metros de tela de algodón cada año.

Hasta Méjico se pone a fabricar esas telas, en vez de importarlas de Europa. Y en cuanto a los Estados Unidos, se han libertado de la tutela europea. La gran industria se ha desarrollado allí triunfalmente.

Pero la India es quien tenía que dar el más brillante mentís a los partidarios de la especialización de las industrias nacionales.

Conocida es la siguiente teoría: hacen falta colonias a las grandes naciones europeas. Estas colonias enviarán a la metrópoli productos en bruto, fibras de algodón, lana en bruto, especias, etcétera. Y la metrópoli les enviará esos productos manufacturados, telas pasadas, hierro viejo en forma de máquinas caídas en desuso, en una palabra, toda aquello que no necesita, que le cuesta poco o nada y que no por eso dejará de vender a un precio exorbitante.

Tal era la teoría: tal fue durante largo tiempo la práctica. Se ganaban fortunas en Londres y en Manchester, mientras se arruinaban las Indias. Id al Museo Indico en Londres y veréis riquezas inauditas, insensatas, amontonadas en Calcuta y en Bombay por los negociantes ingleses. Pero otros negociantes y otros capitalistas ingleses igualmente, concibieron la idea muy natural de que sería más sencillo explotar a los habitantes de la India directamente y hacer esas telas de algodón en las mismas Indias, en lugar de importarlas de Inglaterra anualmente por quinientos o seiscientos millones de pesetas.

Al principio no fue más que una serié de fracasos. Los tejedores indios -artistas en su oficio- no podían habituarse al régimen de la fábrica. Las maquinas remitidas de Liverpool eran malas; también había que tener en cuenta el clima y adaptarse a nuevas condiciones, hoy satisfechas todas, y la India inglesa truécase en una rival cada vez más amenazadora de las manufacturas de la metrópoli.

Hoy posee ochenta manufacturas de algodón, que emplean ya cerca de sesenta mil trabajadores, y que en 1885 habían fabricado ya más de 1.450.000 toneladas métricas de tejidos. Exporta anualmente a China, a las Indias holandesas y al África por valor de cerca de cien millones de pesetas de esos mismos algodones blancos que se decía ser la especialidad de Inglaterra. Y mientras los trabajadores ingleses tienen paro forzoso y caen en la miseria, las mujeres indias, pagadas a razón de sesenta céntimos al día, son quienes hacen a máquina las telas de algodón que se venden en los puertos del extremo Oriente.

En resumen, no está lejos el día -y los manufactureros inteligentes no lo disimulan- en que no se sabrá qué hacer de los brazos que se ocupan en Inglaterra en fabricar tejidos de algodón para exportarlos. Y eso no es todo; de informes muy series resulta que dentro de diez años la India no comprará ni una sola tonelada de hierro a Inglaterra. Se han vencido las primeras dificultades para emplear la hulla y el hierro de las Indias, y fábricas rivales de las inglesas levántanse ya en las costas del Océano índico.

La colonia haciendo competencia a la metrópoli por sus productos manufacturados: he aquí el fenómeno determinante de la economía del siglo XIX.

¿Y por qué no había de hacerlo? ¿Qué le falta? ¿El capital? El capital va a todas partes donde se encuentran miserables a quienes explotar. ¿El saber? El saber no conoce las barreras nacionales. ¿Los conocimientos técnicos del obrero? Pero, ¿acaso es inferior el obrero indio a esos noventa y dos mil niños y niñas menores de quince años que trabajan en este momento en las manufacturas textiles de Inglaterra?

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Después de haber echado una ojeada a las industrias nacionales, sería interesantísimo hacer lo mismo con las industrias especializadas.

Tenemos, por ejemplo, la seda, producto eminentemente francés en la primera mitad de este siglo. Sabido es cómo Lyon se hizo el centro de la industria de la seda, recolectada al principio en el Mediodía, pero que poco a poco se ha pedido a Italia, a España, al Austria, al Cáucaso, al Japón, para hacer sederías. De cinco millones de kilos de seda cruda transformada en tejidos en la región lionesa en 1875, sólo cuatrocientos mil kilos eran de seda francesa.

Pero puesto que Lyon trabajaba con sedas importadas, ¿por qué no habían de hacer lo mismo Suiza, Alemania y Rusia? El arte de la seda se desarrolló poco a poco en los pueblos del cantón de Zurich. Basliea se hizo un gran centro sedero. La administración del Cáucaso invitó a mujeres de Marsella y obreros de Lyon a ir a enseñar a los georgianos el cultivo perfeccionado del gusano de seda y a los campesinos del Cáucaso el arte de transformar la seda en telas. Austria les imitó. Alemania, con ayuda de obreros lioneses, montó inmensos talleres de sederías. Los Estados Unidos hicieron otro tanto en Paterson...

Y hoy la industria de la seda ya no es industria francesa. Se hacen sederías en Alemania, en Austria, en los Estados Unidos, en Inglaterra. Los campesinos del Cáucaso tejen en invierno pañuelos de seda a un precio que dejaría sin pan a los obreros de Lyon. Italia envía sederías a Francia; y Lyon, que exportaba en 1870-74 por valor de cuatrocientos sesenta millones de pesetas, ya no exporta más que doscientos treinta y tres. Muy pronto no enviará al extranjero más que los tejidos superiores o algunas novedades, para servir de modelos a los alemanes, rusos y japoneses.

Lo mismo sucede con todas las industrias. Bélgica ya no tiene el monopolio de los paños: se hacen en Alemania, Rusia, Austria, los Estados Unidos. Suiza y el Jura francés ya no tienen el monopolio de la relojería; se fabrican relojes en todas partes. Escocia no refina ya los azúcares para Rusia; se importa azúcar ruso en Inglaterra. Aunque Italia no tiene hierro ni hulla, forja ella misma sus acorazados y construye las máquinas de buques de vapor. La industria química ya no es monopolio de Inglaterra; se hace ácido sulfúrico y Sosa en todas partes. Las máquinas de todas clases, fabricadas en los alrededores de Zurich, hacíanse notar en la última Exposición universal. Suiza, que no tiene hulla ni hierro -nada más que excelentes escuelas técnicas- hace máquinas mejores y más baratas que Inglaterra. He aquí lo que queda de la teoría de los cambios.

Cada nación halla ventaja en combinar dentro de su territorio la agricultura con la mayor variedad posible de fábricas y manufacturas. La especialización de que los economistas nos han hablado era buena para enriquecer a algunos capitalistas; pero no tiene razón de ser, y por el contrario, es muy ventajoso que cada país pueda cultivar su trigo y sus legumbres y fabricar todos los productos manufacturados que consume. Esta diversidad es la mejor prueba del completo desarrollo de la producción por el concurso mutuo y de cada uno de los elementos del progreso, mientras que la especialización es la contención del progreso.

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En efecto, es insensato exportar el trigo e importar las harinas, exportar la lana e importar paño, exportar el hierro e importar las máquinas, no sólo porque esos transportes ocasionan gastos inútiles, sino sobre todo porque un país que no tiene desarrollada laa industria queda por fuerza atrasado en agricultura; porque un país que no tiene grandes fábricas para trabajar el acero, va también atrasado en todas las demás industrias; en fin, porque gran número de capacidades industriales y técnicas quedan sin empleo.

Todo se enlaza hoy en el mundo de la producción. Ya no es posible cultivar la tierra sin máquinas; sin potentes riegos, sin ferrocarriles, sin fábricas de abonos. Y para tener esas máquinas adecuadas a las condiciones locales, esos ferrocarriles, esos artefactos de hierro, etcétera, es preciso que se desarrolle cierto espíritu de invención, cierta habilidad técnica que no pueden manifestarse en tanto que la azada y la reja del arado sean los únicos instrumentos de cultivo.

Para que el campo esté bien cultivado, para que dé las prodigiosas cosechas que el hombre tiene derecho a pedirle, es preciso que a su alcance humeen muchas fábricas y manufacturas.

La variedad de las ocupaciones y de las capacidades que de ella surgen, integradas con la mira de un fin común: he ahí la verdadera fuerza del progreso.

Y ahora imaginemos una ciudad, un territorio, vasto o exiguo, poco importa cuál; que dan los primeros pasos en la senda de la revolución social.

<<Nada cambiará -se nos ha dicho algunas veces-, Se expropiarán los talleres y fábricas, se proclamarán propiedad nacional o municipal, y cada uno volverá a su trabajo de costumbre. La revolución quedará hecha.>>

Pues bien, no; la revolución social no se hará con esa sencillez. Ya lo hemos dicho. Que mañana estalle la revolución en París, en Lyon o en cualquier otra ciudad; que mañana se ponga mano, en París o no importa dónde, en las fábricas, las casas o la banca, y toda la producción actual deberá cambiar de aspecto por ese solo hecho.

Disminuida la entrada de víveres y aumentado el consumo; sin trabajo tres millones de franceses que se ocupaban en la exportación; no llegando mil cosas que, hoy se reciben de países lejanos o próximos; suspensas temporalmente las industrias de lujo, ¿qué harán los habitantes para tener que comer al cabo de seis meses?

Los ciudadanos deberán hacerse agricultores. No a la manera del campesino que se derrenga con el arado para recoger apenas su alimento anual, sino siguiendo los principios de la agricultura intensiva, hortelana, aplicados en vastas proporciones por medio de las mejores máquinas que el hombre ha inventado y pueda inventar. Se cultivará, pero no como la bestia de carga del Canal; se reorganizará el cultivo, no dentro de diez años, sino inmediatamente, en medio de las luchas revolucionarias, so pena de sucumbir ante el enemigo. Se cultivará; pero también habrá que producir mil cosas que tenemos costumbre de pedir al extranjero. Y no olvidemos que para los habitantes del territorio insurrecto, será extranjero todo aquel que no le haya seguido en su revolución. Habrá que saber pasarse sin ese extranjero, y se pasará. Francia inventó el azúcar de remolacha cuando llega a faltarle el azúcar de caña a consecuencia del bloqueo continental. París encontró el salitre en sus cuevas, cuando no le llegaba de ninguna parte. ¿Seríamos inferiores a nuestros abuelos, que apenas silabeaban las primeras palabras de la ciencia?

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