Aquella alegre mañana era tal vez la más triste para el pobre tísico. El sol brillaba intensamente, enriqueciendo, con fulgores de oro, la bella ciudad de Los Angeles.
Hacía algunas semanas que Santiago había sido despedido del trabajo. Estaba tísico hasta la medula, y el "buen" burgués, que lo explotaba desde hacía largos años, tuvo a bien ponerlo de patitas en la calle tan pronto como comprendió que los débiles brazos de su esclavo no podían y a darle las buenas ganancias de antaño.
Cuando muchacho, Santiago trabajó con ahinco. Soñaba, el pobre, lo que sueñan otros muchos pobres: llegar a ganar un "buen" salario que le permitiera ahorrar algunos centavos con que pasar los últimos días de su vida.
Santiago ahorró. Se "amarró" la tripa y logró de esa manera, acumular algunas monedas: pero cada moneda que ahorraba significaba una privación; de tal suerte que, si la alcancía se iba llenando de monedas, las arterias del cuerpo se encontraban cada vez más pobre de sangre.
"No ahorraré más," dijo valerosamente Santiago un día que comprendió que su salud iba en descenso. En efecto no ahorró más, y, de ese modo, pudo prolongar su agonía. El salario aumentaba, no cabía duda de que aumentaba. Varias huelgas, hechas por los de su gremio, habían dado por resultado el aumento de los salarios; pero-¿cuándo faltará un pero?-si bien los salarios eran mejores que antes, los artículos de primera necesidad habían alcanzado un costo que hacía ilusoria la ventaja obtenida con el sacrificio de la huelga, que supone hambre, frío en el hogar, lizas de los polizontes y aun la cárcel y la muerte en los choques con los miserables rompehuelgas.
Pasaban los años y el salario subía, y el costo de los artículos de primera necesidad subía, subía, al mismo tiempo que la familia del pobre Santiago aumentaba. El número de horas de trabajo se había reducido a ocho, gracias, también, a las huelgas; pero-otra vez el pero-la tarea que tenía que desempeñar en ocho horas era la misma, exactemente la misma que antes desempeñaba en diez o doce horas, de manera que tenía que poner en juego toda su habilidad, toda su fuerza, toda la experiencia adquirida en su vida de trabajador para salir avante. El "lunch" frío, engullido precipitadamente en los pocos minutos del mediodía; la tensión nerviosa, a que sujetaba su cuerpo para no perder un movimiento de la máquina; la suciedad y la escasa ventilación del taller; el ruido atormentador de la maquinaria; la pobre alimentación que podía obtener, dada la carestía de los comestibles; la pobre habitación en que dormía con su numerosa familia, sin lumbre, sin comfortables abrigos; la intranquilidad que abrumaba su espíritu al pensar sobre el porvenir de su familia, todo, todo conspiraba contra su salud. Quiso ahorrar otra vez, pensando dejar algo a su familia cuando él muriera. Pero ¿qué ahorraba? Limitó los gastos de la familia hasta su extremo límite; mas vió, con espanto, que sus pobres, hijitos perdían el color rosado de sus mejillas, y él mismo se sentía desfallecer.
Se encontró, pues, Santiago, en presencia de este dilema que, si no es de hierro, no se sabe de qué pueda ser: ahorrar a costa de la salud de los suyos para dejarles algunas monedas al morir, monedas que tendrían que ser invertidas en medicinas para combatir la anemia de la prole, o bien no ahorrar para que se alimentase mejor su familia, la cual quedaría sin un centavo cuando él faltase. Y entonces pensaba en el desamparo de los suyos, en la posible prostitución de sus hijitas, en el probable "crimen" de sus amados hijos para obtener una torta de pan, en el duelo amarguísimo de su noble compañera.
Entretanto la tisis hacía progreso en su traqueteado cuerpo. Los amigos huían de él, temeroso de contraer la enfermedad. El burgués lo retenía aún en su taller porque todavía podía trabajar, porque todavía podía trabajar, porque todavía podía arrancar a aquel desventurado esclavo buenas sumas de dinero.
Llegó, empero, el momento en que Santiago ya no era útil ni para Dios ni para el Diablo, y aquel burgués que le palmeaba la espalda cuando, rendido de fatiga, dejaba el taller por las tardes, después de haber hecho más rico al amo y haberse hecho él más pobre de salud, lo expulsaba ahora del taller porque ya no era negocio tenerlo ahí: producía muy poco.
Con las lágrimas en los ojos llegó Santiago a su hogar una tarde en que la naturaleza y las cosas mismas reéian. Los niños jugueteaban en las calles; los pajarillos picoteaban aquí y allá en el piso de asfalto; los perros, con sus ojos inteligentes y simpáticos, contemplaban el paso de los transeúntes, incapaces de adivinar la pena o la alegría que habitaba en cada corazón humano. Los caballos barrían, con sus colas, las tercas moscas que acosaban sus flancos lustrosos; los muchachitos vendedores de periódicos alegraban la escena con sus gritos y sus picardihuelas; el sol se disponía a tenderse en su lecho de púrpura. ¡Cuánta belleza afuera! !Cuánta tristeza en el hogar de Santiago!
Entre accesos de tos, entre suspiros profundísimos, entre sollozos desarradores, Santiago comunicó a su leal compañera la triste nueva: "Mañana ya no tendremos pan".......
¡Oh, reinado de la igualdad social, cuánto tardas en llegar!
Todo lo empeñable fué a dar al montepió; se llaman montepíos esas cuevas de bandidos protegidos por....¡la ley! Al montepió fueron a dar, una a una, las modestas alhajitas que habían tenido, trasmitiéndose de padres a hijos en esa raza de humildes; al montepío fueron a dar aquellos pañolones con que luciera su palmito la madre de la compañera allá en sus mocedades, y que se guardaban como queridas reliquias; al montepió fueron a parar la primorosa pintura, único lujo de la destartalada estancia que era, a la vez, cocina, comedor, sala de recibir visitas y....... alcoba; al montepío fueron a para hasta las prendas de ropa más humildes.
La enfermedad, entretanto, no perdía tiempo: trabajaba, trabajaba sin descanso, socavando los pulmones de Santiago. Masas negruzcas salían de la boca del enfermo a cada acceso de tos. La mala alimentación, la tristeza y la falta de asistencia médica tenían al enfermo a la orilla de la tumba, como vulgarmente se dice. No había más remedio que ingresar en esa prisión a que las odiosas caridades oficial y burguesa condenan a los seres humanos que han pasado su vida produciendo tantas cosas bellas, tantas cosas ricas, tantas cosas buenas, por la pitanza que puede obtnerse con el maldito salario.
Al hospital fué a dar, con su pellejo y con sus huesos, el infortunado Santiago, mientras la noble compañera iba de fábrica en fábrica y de taller en taller implrando por un verdugo que explotase sus brazos. ¿Hasta cuándo, hermanos desheredados, os decidiréis a aplastar con vuestra rebeldía, la iniquidad del actual sistema capitalista?
En el hospital duró unos cuantos días...estaba desahuciado por los médicos, su mal no tenía remedio, y se le confinó a la sala de los incurables. Nada de medicinas, alimentos pobres, atención nula; ésto fué lo que la caridad pudo hacer por nuestro enfermo, mientras el burgués que lo explotó toda su vida derrochaba, en francachelas, las monedas ganadas a costa de la salud de aquel miserable.
Sanitago pidió su baja del hospital. No tenía objeto esa prisión, y aquella alegre mañana que, tal vez, era la más triste para el pobre tísico, un polizonte lo arrastró, "por vago," en un parque público, pasando, así, de una prisión a otra.
El bello sol californiano brillaba intensamente. Las hermosas avenidas florecían de gente bien vestida y de cara alegre; perritos más felices que millones de seres humanos descansaban en los brazos de lindas y elegantes señoras burguesas, que andaban de compras mientras Santiago, en el carro de la policía, oía, de vez en cuando, esta exclamación: "¡Bah, un borracho!"
(De "Regneración," del número 35, fechado el 29 de abril de 1911.)