Vías y medios


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    	Si una sociedad asegura a todos sus miembros lo necesario, se vera obligada a apoderarse de todo 
lo indispensable para producir: suelo, máquinas, fábricas, medios de transporte, etcétera. No dejará de 
expropiar a los actuales detentadores del capital, para devolvérselo a la comunidad.
   	A la organización burguesa, no sólo se la acusa de que el capitalista acapara una gran parte de los 
beneficios de cada empresa industrial y comercial, lo que le permite vivir sin trabajar. El cargo principal 
contra ella es que la producción entera ha tomado una dirección absolutamente falsa, puesto que no se 
realiza con el fin de asegurar el bienestar de todos, y eso es lo que la condena.
    	Es imposible que la producción mercantil se haga para todos. Quererlo, sería pedir al capitalista 
que se saliese de sus atribuciones y llenase una función que no puede llenar sin dejar de ser lo que es: un 
particular emprendedor, que persigue su enronquecimiento. La organización capitalista, fundada en el 
interés particular de cada negociante, ha dado a la sociedad todo lo que ponía esperarse de ella; ha 
aumentado la fuerza productiva del trabajador. Aprovechándose de la revolución operada en la industria por 
el vapor, del repentino desarrollo de la química y de la mecánica y de los inventos del siglo, el capitalista se 
ha aplicado, por su propio interés, a aumentar el rendimiento del trabajo humano, y lo ha conseguido en 
grandes proporciones. Darle otra misión sería por completo irracional. Querer que utilice ese superior 
rendimiento del trabajo en provecho de toda la sociedad sería pedirle filantropía, caridad, y una empresa 
capitalista no puede cimentarse en la caridad.
   	A la sociedad le incumbe ahora generalizar esa productividad superior, limitada hoy a ciertas 
industrias, y aplicarlas en interés de todos.
    	Pero es indiscutible que para garantizar a todos el bienestar, la sociedad debe tomar posesión de 
todos los medios para producir.
   	Los economistas nos recordarán el bienestar relativo de cierta categoría de obreros, jóvenes, 
robustos, hábiles en ciertas ramas especiales de la industria. Siempre nos señalan con orgullo esa minoría. 
Pero ese bienestar (patrimonio de unos pocos), ¿lo tienen seguro? Mañana, el descuido, la imprevisión o la 
avidez de sus amos arrojarán quizás a esos privilegiados a la calle y pagarán entonces con meses y años de 
dificultades o miseria el período de bienestar que habían disfrutado. ¡Cuántas industrias mayores (tejidos, 
hierros, azúcares, etcétera), sin hablar de industrias efímeras, hemos visto parar y languidecer una tras otra, 
ya por el efecto de especulaciones, ya a consecuencia de cambios naturales de lugar del trabajo, ya a causa 
de competencias promovidas por los mismos capitalistas! Todas las industrias principales de tejidos y de 
mecánica han pasado recientemente por esas crisis. ¿Qué diremos entonces de aquellas cuya característica 
es la periodicidad de los paros?
   	¿Qué diremos también del precio a que se compra el bienestar relativo de algunas categorías de 
obreros? ¿Qué se ha obtenido a costa de la ruina de la agricultura, por la desvergonzada explotación del 
campesino y por la miseria de las, masas? Enfrente de esa débil minoría de trabajadores que gozan de cierto 
bienestar, ¡cuántos millones de seres humanos viven al día, sin salario seguro, dispuestos a presentarse 
donde los llamen! ¡Cuántos labriegos trabajarán catorce horas diarias por una mísera comida! El capital 
despuebla los campos, explota las colonias y los pueblos cuya industria está poco desarrollada y condena a 
la inmensa mayoría de los obreros a permanecer sin educación técnica, como trabajadores medianos hasta 
en su mismo oficio. El estado floreciente de una industria se consigue inexorablemente por la ruina de otras 
diez.
  	Y esto no es un accidente, es una necesidad del régimen capitalista. Para llegar a retribuir 
medianamente a algunas categorías de obreros, hoy es preciso que el labrador sea la bestia de carga de la 
sociedad; es preciso que las ciudades dejen desiertos los campos; es preciso que los pequeños oficios se 
aglomeren en los barrios inmundos de las grandes ciudades y fabriquen casi por nada los mil objetos de 
escaso valor que ponen los productos de las grandes manufacturas al alcance de los compradores de corto 
salario. Para que el mal paño pueda despacharse vistiendo a los trabajadores pobremente pagados, es 
menester que el sastre se contente con un salario de pordiosero. Es menester que los países atrasados del 
Oriente sean explotados por los del Occidente, para que en algunas industrias privilegiadas el trabajador 
tenga una especie de bienestar, limitado por el régimen capitalista.
   	El mal de la organización actual no reside, pues, en que el «exceso de valor» de la producción pase 
al capitalista, como habían dicho Rodbertus y Marx, estrechando así el concepto socialista y las miras de 
conjunto acerca del régimen capitalista. El mismo exceso de valor es consecuencia de causas mas hondas. 
El mal está en que pueda haber un «exceso de valor» cualquiera, en vez de un simple exceso de producto no 
consumido por cada generación, porque para que haya «exceso de valor» se necesita que hombres, mujeres 
y niños se vean obligados por el hambre a vender su fuerza de trabajo por una parte mínima de lo que esa 
fuerza produce, y sobre todo, de lo que es capaz de producir.
    	Pero este mal durará en tanto que lo necesario para la producción sea propiedad de algunos 
solamente. Mientras el hombre se vea obligado a pagar un tributo al amo para tener derecho a cultivar el 
suelo o poner en movimiento una máquina, y mientras el propietario sea dueño absoluto de producir lo que 
le prometa mayores beneficios más bien que la mayor suma de objetos necesarios para la existencia, sólo 
temporalmente podrá tener bienestar un cortísimo número, y será adquirido siempre por la miseria de una 
parte de la sociedad. No basta distribuir por partes iguales los beneficios que una industria logra realizar, si 
al mismo tiempo hay que explotar a otros millares de obreros. Lo que debemos buscar es producir, con 
la menor pérdida posible de fuerza humana la mayor suma posible de los productos 
necesarios para el bienestar de todos.


2

    	¿Cuántas horas diarias de trabajo deberá desarrollar el hombre para asegurar a su familia una 
alimentación nutritiva, una casa conveniente y los vestidos necesarios’ Esto ha preocupado mucho a los 
socialistas, los cuales admiten generalmente que bastarán cuatro o cinco horas diarias -por supuesto, a 
condición de que todo el mundo trabaje-. A fines del siglo pasado, Benjamín Flanklin ponía como límite 
cinco horas; y si la necesidad de comodidades ha aumentado desde entonces, también ha aumentado con 
mucha más rapidez la fuerza de producción.
    	En las grandes granjas del Oeste americano, que tienen docenas de millas, pero cuyo terreno es 
mucho más pobre que el suelo mejorado de los países civilizados, sólo se obtienen de doce a dieciocho 
hectolitros por hectárea, es decir, la mitad del rendimiento de las granjas de Europa y de los estados del 
Este americano. Y, sin embargo, gracias a las máquinas, que permiten a dos hombres labrar en un día dos 
hectáreas y media, cien hombres producen en un año todo lo necesario para entregar a domicilio el pan de 
diez mil personas durante un año entero.
   	Le bastaría a un hombre trabajar en las mismas condiciones durante treinta horas, o sea seis 
medias jornadas de cinco horas cada una, para tener pan todo el año, y treinta medias jornadas para 
asegurárselo a una familia de cinco personas. Si se recurriese al cultivo intensivo, menos de sesenta medias 
jornadas de trabajo podrían asegurar a toda la familia el pan, la carne, las hortalizas hasta las frutas de lujo.
   	Estudiando los precios a que resulten hoy las casas de obreros edificadas en las grandes ciudades, 
puede asegurarse que para tener en una gran ciudad inglesa una casita aislada, como las que se hacen para 
los trabajadores, bastarían de mil cuatrocientas a mil ochocientas jornadas de trabajo de cinco horas. Y 
como una casa de esta clase dura por lo menos cincuenta años, resulta que de veintiocho a treinta y seis 
medias jornadas por año bastan para que la familia tenga un alojamiento higiénico, bastante elegante y 
provisto de todas las comodidades necesarias, mientras que alquilando el mismo alojamiento, el obrero lo 
paga al patrono con de setenta y cinco a cien jornadas de trabajo al año. Advirtamos que estas cifras 
representan el máximum de lo que cuesta hoy el alojamiento en Inglaterra, dada la viciosa organización de 
nuestras sociedades. En Bélgica se han edificado ciudades obreras mucho más baratas.
    	Queda el vestir, en lo cual es casi imposible el cálculo, por no ser apreciables los beneficios 
realizados sobre los precios por una nube de intermediarios. Imaginad el paño, por ejemplo, y sumad todo 
lo que han ido cobrándose el propietario del prado, el dueño de carneros, el comerciante en lanas y demás 
intermediarios, hasta las compañías de ferrocarriles, los hiladores y tejedores, comerciantes de ropas 
hechas, detallistas para la venta y comisionistas, y os formareis idea de lo que se paga por un vestido a una 
caterva de burgueses. Por eso es absolutamente imposible decir cuántas jornadas de trabajo representa un 
gabán por el que pagáis cien pesetas en un gran bazar de París.
    	Lo cierto es que con las máquinas actuales se llegan a fabricar cantidades verdaderamente 
increíbles. 
	Algunos ejemplos bastarán.
   	En los Estados Unidos, 751 manufacturas de algodón (hilado y tejido), con 175.000 obreros y 
obreras, producen 1.939.400.000 metros de telas de algodón, y además una grandísima cantidad de hilados. 
Las telas solamente dan un promedio superior a 11,000 metros en trescientas jornadas de trabajo de nueve 
horas y media cada una, o sea, 40 metros en diez horas. Admitiendo que una familia use 200 metros por 
año, lo que seria mucho, equivale esto a cincuenta horas de trabajo, o sean diez medias jornadas de 
cinco horas cada una. Y además se tendrían los hilados, es decir, hilo para coser e hilo para tramar el 
paño y fabricar telas de urdimbre de lana y trama de algodón.
    	En cuanto a los resultados del tejido sólo la estadística oficial de los Estados Unidos indica que si 
en 1870 un obrero trabajando de trece a catorce horas diarias, hacia 9.500 metros de tela blanca de algodón 
por año, trece años después tejía 27.000 metros trabajando nada más que cincuenta y cinco horas por 
semana. Hasta en las telas estampadas (incluso el tejido y la estampación) se obtenían 29.150 metros en dos 
mil seiscientas sesenta y nueve horas al año, o sea unos 11 metros por hora. Así, para tener los 200 metros 
de telas de algodón, blancas y estampadas, bastaría trabajar menos de veinte horas por año.
   	Conviene advertir que la primera materia llega a esas manufacturas casi tal como sale de los 
campos, y que la serie de las transformaciones para convertirla en tela termina en ese período de veinte 
horas por pieza. Mas para comprar esos 200 metros en el comercio, un obrero bien retribuido tiene que 
suministrar, romo mínimum, de diez a quince jornadas de diez horas de trabajo cada una, o sea, de cien a 
ciento cincuenta horas. El campesino inglés, necesitaría trabajar un mes o algo más para permitirse ese lujo.
	Este ejemplo manifiesta que con cincuenta medias  jornadas de trabajo anuales, en una sociedad 
bien organizada, se podría vestir mejor de lo que hoy se visten los burgueses de poca importancia.
	Con todo eso, nos han bastado sesenta medias jornadas de cinco horas de trabajo para 
proporcionarnos los productos de la tierra, cuarenta para la habitación y cincuenta para el vestido, lo cual 
no suma más que medio año, puesto que, deduciendo las fiestas, el año representa trescientas jornadas de 
trabajo. Quedan otras ciento cincuenta medias jornadas laborables, que podrían emplearse en las otras 
necesidades de la vida: vino, azúcar, café o té, muebles, transportes, etcétera.
    	Cuando en las naciones civilizadas contamos el número de los que nada producen, de los que 
trabajan en industrias nocivas llamadas a desaparecer y de los que sirven de intermediarios inútiles, vemos 
que en cada nación podía duplicarse el número de los productores propiamente dichos. Y si en lugar de diez 
personas, fuesen veinte las dedicadas a producir lo necesario, y si la sociedad cuidase más de economizar 
las fuerzas humanas, esas veinte personas no tendrían que trabajar más de cinco horas diarias, sin que 
disminuyese en nada la producción. Bastaría reducir el despilfarro de la fuerza humana al servicio de las 
familias ricas, o de esa administración que tiene un funcionario por cada diez habitantes, y utilizar tales 
fuerzas en el aumento de productividad de la nación, para limitar las horas de trabajo a cuatro y aun a tres, a 
condición de contentarse con la producción actual.
   	Suponed una sociedad de varios millones de habitantes dedicados a la agricultura y a una gran 
variedad de industrias, y que todos los niños aprendan a trabajar lo mismo con las manos que con el 
cerebro. Supongamos que todos los adultos, excepto las mujeres ocupadas en educar a los niños, se 
comprometen a trabajar cinco horas diarias desde la edad de veinte o veintidós años hasta la de cuarenta 
y cinco a cincuenta, y que se empleen en ocupaciones elegidas entre cualquiera de los trabajos humanos 
considerados como necesarios. Esa sociedad podría, en cambio, garantizar el bienestar a todos sus 
miembros, es decir, unas comodidades mucho más reales de las que tiene hoy la clase media. Y cada 
trabajador de esta sociedad dispondría de otras cinco horas diarias para consagrarlas a las ciencias, a las 
artes y a las necesidades individuales que no entren en la categoría de las imprescindibles, salvo incluir más 
adelante en esta categoría, cuando aumentase la productividad del hombre, todo lo que aún se considera hoy 
como lujoso o inaccesible.